Votos y vatios
A día de hoy, no se ha inventado todavía una consigna más radical que ¡apaga y vámonos!
Apagar la luz era una obsesión de nuestros abuelos que andaban por la casa de puntillas como agentes secretos apagando flexos y desconectando radiadores a discreción. En el fondo no lo hacían para ahorrar. Tenían una misión revolucionaria contra ciertos poderes fácticos que gobernaban este mundo como el Vaticano o la Confederación Hidroeléctrica española. Antes de darle a ganar un céntimo de más a Iberdrola eran capaces de soñar a oscuras, lo que venía a ser una forma de resistencia individual como no dejar nada en el plato o ser de otra religión.
Así estaban las cosas. Nuestros padres luchaban contra Franco y nuestros abuelos, contra las fuerzas eléctricas del noroeste. Dos épicas de batalla. Los abuelos en el fondo eran más vanguardistas. Tenían una intuición de ecologistas irreductibles. Si hubiésemos seguido su ejemplo nos habríamos evitado el cambio climático, la crisis energética, y las guerras del Golfo. Pero no. Los críos de entonces no entendíamos de política y pensábamos que aquello de apagar luces era como tener reúma o haber vivido una guerra, cosas de mayores. Además, nos gustaba leer de noche, lo que bien mirado era un sabotaje imperdonable. Sin embargo, para no contrariar demasiado a aquellos seres sigilosos y adorables que militaban tan heroicamente contra el imperio eléctrico, en casa nos acostumbramos a leer a escondidas bajo las sábanas a la luz de una linterna de cazadores furtivos. Tenía su punto. Seguimos leyendo después en la mesa del estudio con lámparas fluorescentes y todas las de la ley, pero ya nunca fue lo mismo.
A día de hoy, la electricidad sigue siendo un misterio que nos sale por un ojo de la cara. La crisis económica y las catástrofes climáticas corren paralelas y nacen del mismo huevo de la serpiente que son los combustibles fósiles. Ya no es cuestión de viajar al Ártico para ver cómo se derriten los glaciares, ni asomarnos a la tele para comprobar los efectos de la peor ola de tornados de la historia, basta con echarle un vistazo a la factura de la luz cada mes para quedarse con el corazón congelado igual que el doctor Zhivago.
Tenemos una de las tarifas eléctricas más altas de toda Europa. Tanto es así que muchos hogares valencianos han tenido que bajar la potencia contratada, lo que significa literalmente que una familia no puede ver la tele y poner la lavadora al mismo tiempo porque salta el interruptor. La gente se está quitando de la luz, como antes se ha quitado de ir al cine, de comer pescado o de ir al dentista.
Las compañías eléctricas son un lobby de mil pares de narices. Si alguien se mete en sus cuentas, llaman al presidente del Gobierno y le meten un puro con el asunto ese del déficit tarifario, que por lo visto es un dinero que todos les debemos nadie sabe muy bien a santo de qué. Los gigantes energéticos son peligrosos porque si les da la gana pueden fundirnos los plomos. Y los gobiernos se cuadran porque como todo el mundo sabe en una democracia de mercado cuentan más los vatios que los votos.
Había una gran escuela de militancia antisistema en los abuelos de antes. No le daban ninguna importancia a aquel combate suyo persistente y callado contra las bombillas encendidas, pero sin saberlo eran unos abanderados de la resistencia contra poderes fácticos muy peliagudos. A día de hoy, no se ha inventado todavía una consigna más radical que ¡apaga y vámonos!
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