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El tercer mundo será el primero

Major Lazer convirtieron el Sónar Noche en un callejón del Trópico

Major Lazer durante una actuación.
Major Lazer durante una actuación.

Es cierto, economistas y meteorólogos son dos colectivos que pese a sus errores de predicción siguen siendo escuchados, algo insólito en cualquier otra profesión. Hoy por hoy los segundos no vienen a colación en temas musicales, sí los primeros. Un medio como Le Monde Diplomatique vaticinaba hace un par de meses que dentro del 30 años el poder económico estaría en las hoy economías emergentes: China, India, Brasil etcétera. Pues bien, en música este poder de lo que se sigue llamando Tercer Mundo, es una realidad. Quedó patente en el Sónar noche del viernes con los apabullantes triunfos de Baauer y, especialmente de Major Lazer, una batidora tercermundista, en el buen sentido del término, que acanalló el festival hasta llevarlo a un barrio marginal de cualquier urbe sudamericana. Abróchense los machos, Europa ha muerto, que cantaban Los ilegales.

Como siempre ocurre, las músicas de las periferias necesitan un blanquito occidental para darse a conocer ante el gran público blanquito y occidental, que según parece se resiste a creer a los originales, necesitando un adaptador. El reggae necesitó a Eric Clapton, el Buenavista Social Club descubrió, tiene bemoles, la música cubana y ahora viene Diplo, norteamericano, y nos abre los oídos al latir de la calle afro-luso-latina-jamaicana. Fue él quien estaba tras el fantástico Favela on blast, un documental donde se hallan las pistas de la batidora musical que Major Lazer ha convertido en enseña de los nuevos sonidos y que puso al Sónar mirando a Tudela. ¿Fórmula?: un buen ramillete de ritmos de goma, gritos, melodías cortas y sencillas de inspiración litronera, de esas que se cantan a grito pelao, dancehall, sonidos de trompa para llamar a las tropas a rebato y quintales y quintales de excitación corporal. Una especie de grime –hip-hop callejero inglés-, pero batido en el trópico y a la altura del bajo ombligo. Porque la música que viene apela al cuerpo, no a la cabeza, mueve las tripas y acciona la entrepierna, nos hace gritar no se sabe si para celebrar la vida o que todavía no nos han matado en un barrio de traficantes, y se baila como cada dios da a entender a sus propios fieles. Música sin recovecos y excitante, salvaje y maleducada, dinámica y expansiva, se manifestó con una obviedad quizás excesiva y unas coreografías de párvulo calenturiento que encuentra el colmo de la provocación en mover las caderas simulando cópulas frente al trasero en pompa de la pareja constituido en frontón donde rebotan las herramientas. En esto, algo es algo, los latinos tenemos ventaja sobre los escandinavos, verlos dar golpes de pelvis en el concierto era un canto a la castidad sexual. Por el contrario, siempre que medie la cerveza, los anglos se atreven con todo.

Pero el Sónar, igual que un autoservicio provisto de todo tipo de manjares, también dio la respuesta europea a este desbarajuste tropical. Mientras Kraftwerk descubrían el 3D en la sala grande, Nicolás Jaar llenaba su escenario hasta lo inhabitable para descubrirnos la suavidad de lo sensible, la electrónica con alma minimalista. Nicolás es norteamericano, pero su propuesta cala perfectamente en la sensibilidad europea, al proponer una música basada en la retención rítmica en la que se hermanan por el lado elegante el house y el techno más sucinto. Pero no es música disparada, sino controlada, un caudal seco de bombo que se retiene hasta apenas gotear y vuele a subir sin desbordarse jamás entre vaharadas melódicas de nocturnidad civilizada. Mucho satén vaya. Es muy sensible y bonita, pero a la vez es una música tan educada y domesticada que de no participar estéticamente de sus formas parece hueca, la declaración de amor de un androide muy sofisticado y leído. Cuestión de gustos, sin duda. Lo mejor, que en un mismo festival pueda hallarse el cocktail y la garrafa.

Antes de todo hubo hielo seco, el de la pareja Raime y su electrónica para vaciar el alma. Sonidos oscuros, percutidos, campanas de cementerio y unos subgraves que desprendían cemento de las paredes elevaron un edificio angustioso sin un ritmo previsible que espantó por su eficiencia. Aún antes, por la tarde en el carnal Village, los reyes de la fiesta en uno de los posibles recorridos por los cuatro estómagos del Sónar diurno, fueron Foreign Beggars, otros pandilleros de la calle con su grime a base de ritmos gordos y saturados, elásticos e insistentes coronados por recitados escupidos a velocidad de speed. Jaime Lidell hizo otro buen concierto, pero eso, sólo un buen concierto de género funk, sin disparates, excentricidades, locuras y las salidas de guión que hacen del inglés un personaje singular. Y cerrando con ingleses, Matthew Herbert, que nunca había pinchado en el Sónar pero había participado de todas las demás maneras posibles, se reivindicó pinchando su propia música. Cerró su propio círculo. Ah, y una pregunta, habitual en cada edición del Sónar, si Matthew Herbert no estaba pinchando en el escenario principal, ¿por qué el público seguía bailando encarado a él?.

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