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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La cara de Rita Barberá

Hay desconfianza sobre su gestión. Y aquello que fue campechanía se ve como autoritarismo

Durante años la hemos visto sonreír. Incluso reír a mandíbula batiente, con esa ronquera de felicidad que dan el poder y la campechanía. Los episodios son memorables. La hemos descubierto haciendo la ola cuando el Valencia CF ganaba ligas. Con mucho aspaviento coreaba el triunfo. Nos hemos habituado a sus actuaciones falleras, saltando con energía insensata. ¿Quién no recuerda aquella breve secuencia de los explosivos? En una grabación doméstica de hace unos años tira petardos al suelo con júbilo infantil evitando a la vez que su rival se haga con su ración de pólvora.

La hemos visto celebrar éxitos electorales con la cara desencajada. La recordamos respondiendo enérgicamente, con los lentes caídos y con sonrisa pícara o malvada. Su presencia no puede pasar inadvertida: su corpulencia y los colores rotundos de sus trajes la hacen bien visible. Para mi gusto tiene gestos algo ordinarios. Según mi entender, debería haberse sometido a un asesor que limara o corrigiera ciertos excesos verbales o ademanes. Pero imagino que ella se habrá negado: si se la quiere, es por su llaneza, pensará. Por su robusta estampa.

Ahora, tras años cultivando dicha pose, esa puesta en escena, su imperio local se derrumba. Hay desconfianza sobre su gestión. Y aquello que fue campechanía se ve como autoritarismo, sí. El cesarismo de municipio cae sin el apoyo o el auxilio de sus conmilitones. Tomó o alentó decisiones que provocaron duda y rechazo. La Copa del América, El Cabanyal, el circuito de fórmula 1, el Parque Ferrari, el nuevo estadio del Valencia, etcétera. Grandes obras o eventos que provocaban el repudio de muchos ciudadanos y de sus organizaciones cívicas. Ella creía hacer una política de costosa grandiosidad. Por eso se trataba con príncipes del automovilismo o magnates de la realeza. O al revés, vaya. Por eso afectaba plebeyismo: había que codearse con el pueblo común y con su estructura orgánica, las fallas. Sabía que los casales, a los que acude gente de toda clase y condición, son el centro del poder simbólico, un sentimiento primario.

Pero ahora todo parece derrumbarse. En pleno festejo de los dos años de Alberto Fabra como presidente de la Generalitat, la señora le robó todo el protagonismo anunciando que se presentaba nuevamente como alcaldesa. Tan desesperada parecía estar. Y de nuevo otra vez, cuando se celebra la convención del Partido Popular en Peñíscola, se la ha vuelto a ver rara. Hay una foto de familia, la instantánea final que las principales autoridades se hacen. Es una imagen estudiada que los medios difunden. Y es el reflejo de un estado de ánimo o, al menos, del estado de ánimo que se quiere mostrar. Pues bien, en dicha fotografía solo sonríe Alberto Fabra, mientras Mariano Rajoy, algo mustio, parece despistado. A los restantes retratados se les ve tristes, incluso mohínos.

Pero el rostro y la actitud de Rita Barberá me son desconocidos. Expresan un abatimiento ignorado, muy inquietante. Su cara se ve taciturna, con algo de extravío, inflamada y ajada: como si los pliegues y surcos del rostro marcaran un dolor incurable. La mirada gacha, ensimismada, y las manos cogidas, cruzadas, ya sin aspavientos. Todo está acabado. Su política, sombría, también. Y la de sus émulos.

La guerre est finie.

 

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