Los alcaldes y sus ‘dediles’
Lo que ayer era ilegal, se cambia al día siguiente con un apaño de legalidad sin que nadie se sonroje
Hay dos momentos en la historia reciente de España que contribuyeron a los delirios de grandeza de muchos alcaldes. Cuando se aprobó la ley del suelo, que declaró urbanizable todos los terrenos que un primer edil podía alcanzar con su cartabón, y luego la ley de grandes ciudades, esa que permitió que los alcaldes ficharan para sus gobiernos como lo hace el presidente del país: personas que no habían sido elegidas por los ciudadanos. Las dos medidas tuvieron un efecto similar: un crecimiento desmesurado. La primera hizo crecer desmesuradamente las ciudades; la segunda, el ego de los alcaldes. También desmesuradamente.
Todo el espíritu de la Ley de Grandes Ciudades partía de una premisa: mejorar los mecanismos de gestión de los Ayuntamientos, dar mayor cabida a la participación ciudadana y a la descentralización de los servicios, teniendo en cuenta que no era lo mismo dirigir el Consistorio de una ciudad de un millón de habitantes que un pueblo de cinco mil. La ley introducía la posibilidad de incorporar al equipo de gobierno personas que no ostentaban la condición de concejales. Aunque es verdad que no figura ni una línea sobre ello en el articulado de la propia ley, la intención de los legisladores era que los alcaldes pudieron incorporar personal cualificado y profesionales de reconocido prestigio a la gestión municipal aunque no hubieran figurado en las listas electorales.
La realidad posterior nada tuvo que ver con el espíritu de la ley. Como en tantas y tantas ocasiones, se tergiversó su contenido y la mayoría de los alcaldes utilizaron este mecanismo para recolocar a dirigentes políticos que se habían quedado fuera de las listas de su partido, amañando la legalidad para favorecer el clientelismo y aumentando el número de personas colocadas a dedo en los Ayuntamientos. Nueve años después, una sentencia del Tribunal Constitucional ha invalidado los nombramientos de los ediles no electos en los gobiernos municipales, lo que ha obligado a cesarlos de manera inmediato. El alto tribunal no ha dicho que aquello fuera un uso torticero de la ley. Ha dicho exactamente que era inconstitucional, ya que el gobierno de los Ayuntamientos les corresponde a los alcaldes y a los concejales. No a los apaños de los primeros ediles.
Cualquiera hubiera creído que, ante la tiesura de las arcas públicas, los alcaldes aprovecharían la sentencia para amortizar estos puestos y aliviar la nómina. Nada de eso ha ocurrido. En España, donde a los partidos políticos se le llena la boca sobre la necesidad de acometer una regeneración democrática, los alcaldes han encontrado la misma solución de siempre: que los cesados como ediles electos pasaran a ser cargos de confianza. Ya sean como coordinadores, gestores o cualquier otro título que les permita seguir disfrutando de un sueldo bien remunerado y un estómago lo suficientemente agradecido para no distraerse en peleas internas. No conozco el caso de ni un solo alcalde que aprovechara la Ley de Grandes Ciudades para mejorar su equipo de Gobierno con una persona más inteligente y capacitada que él. Quizás esa sea la razón de que los mantengan ahora. Es mejor no dejar huecos para la entrada de posible competencia.
De todo este descarado procedimiento, lo que más me ha llamado la atención es la normalidad con la que se asume lo anormal. No es la primera vez que escribo de ello. Se le ha buscado un resquicio a una sentencia del Tribunal Constitucional de un día para otro. Y lo que ayer era ilegal, se cambia al día siguiente con un apaño de legalidad. Y sin que nadie se sonroje. Con estas prácticas los alcaldes demuestran que la austeridad y el sacrificio son cuestiones que afectan a todos menos a ellos, esa casta política que utilizó una ley para poder disponer de dediles, que es una magnífica palabra que he leído para designar a estos, ya, inconstitucionales ediles. @jmatencia
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