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Premio relato breve de EL PAÍS, Círculo de Bellas Artes y Alfaguara<MC>
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El Maniquí

Como todos los años coincidiendo con la lectura continuada del Quijote, un escritor es distinguido por elaborar un texto que arranque igual que las desventuras del hidalgo universal

David Moir (Reuters)

“En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Comenzó a leerla otra vez, la enésima ya, intentando ocupar su tiempo y evitar el tedio de esa soledad que le rodeaba. ¿Por qué escogió esta novela entre tantas otras? Volvió a la portada y leyó, “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”. Hubo una época en la que a los locos se los trataba de ingeniosos y a los idealistas de caballeros, razonó amargamente mientras se recolocaba en el catre. Y él no se había vuelto loco, de eso estaba seguro, se trataba simplemente de una sensibilidad especial cultivada durante años.

Recordaba que ya desde niño frecuentaba la relojería de su padre con el fervor de un acólito frente a su ídolo y fatigaba las horas muertas pasmado, prestando una atención extrema al movimiento aciago del minutero del reloj Luis XVI o al péndulo de algún recargado cucú de pared. Encontró su vocación entre muelles, engranajes y herramientas de precisión, intentando animar a cada mecanismo con la esperanza del movimiento perpetuo. La entrada a la relojería era por una de esas puertas con vidriera, que poblaba la penumbra casi permanente del interior con alegres destellos de colores, y al abrirse hacía sonar un espantadiablos colgante, un anacronismo nostálgico en esa urbe saturada y gris. Por la mañana, aprovechaba las horas de luz trabajando frente al ventanal del taller, que daba a una calle comercial. A través del cristal asistía a la vida ajetreada de la ciudad con un rigor casi científico: hoy el sol incide a las diez treinta y dos sobre el kiosco de prensa, el cartero se ha adelantado a su horario y la señora De Miguel, que asiste puntual a misa de once, se ha cruzado con él en el portal de su casa, en vez de en la esquina, como es habitual.

Así fue como se fijó en ella el primer día que apareció tras el escaparate del comercio. Desde entonces, adoptó la costumbre diaria de admirar cada pequeño cambio en su postura morbosa, en su actitud de bailarina entre Audrey y Marilyn, en su semblante unas veces interesado y otras insolente. Eran cambios minúsculos, invisibles para el observador poco entrenado, pero si de algo se preciaba él era de su capacidad para fijarse en los detalles, sobre todo en esas pequeñas evoluciones de la materia, como el movimiento casi estático de las estrellas a través de la bóveda celeste, o el devenir de la marea sobre la arena gris.

A veces, mientras calibraba un péndulo circular o regulaba el balancín de algún anticuado reloj de pared, imaginaba a Rosita apeándose de su pedestal inmutable, como en un pase de modelos, a cámara lenta, y entonces todo a su alrededor se ralentizaba para ajustarse al paso cadencioso de sus piernas de nácar. Atravesaba el vestíbulo de la tienda hacia la salida y saludaba al guardia jurado con su mano derecha enguantada, alzando gracilmente el ala de su sombrero, y aun con la izquierda era capaz de detener el tráfico, manso a sus deseos. Entonces ingresaba en la penumbra que lo rodeaba, penetraba en el círculo de luz de la lámpara y se agachaba para susurrarle al oído: “Llévame contigo”.

Observó que nadie excepto él era capaz de advertir la vida escondida tras ese perfil estático y sugerente. Ahora, gracias a “El Quijote”, donde unos simples molinos de viento se convertían en crueles gigantes, había descubierto que no era el único en atribuir una vida secreta a lo que la gente llamaba “objetos inanimados”. ¿Quiénes éramos nosotros para negar esa cualidad a la materia? ¿Cómo nos designábamos “seres vivos” si no sabemos a ciencia cierta lo que era la vida y lo que no? A los ojos de madre se trataba de un simple maniquí… ¡Un maniquí! ¡Qué sabía ella! Esto no era más que un ejemplo de cómo madre banalizaba todo cuanto hacía o decía. Nunca llegarás a ser nada en la vida, te quedarás aquí, más muerto que vivo, como tu padre, esclavizado por sus relojes ¡Malditos sean! A pesar de su empeño por alterar y desmitificar la figura de su padre, el señor Justo, él tan solo necesitaba cerrar los ojos para recordarlo frente al banco de trabajo, disciplinado y dedicado por completo a su tarea, con la bata gris de solapas y esos pequeños anteojos, como pequeñas lupas, en el extremo de la nariz. Padre falleció de una angina de pecho cuando él apenas contaba los años con una mano. Le cedió la relojería en herencia para disgusto de su mujer, que pretendía venderla y así regalarse una vida más holgada de lo que permitía la pensión. La casita donde convivían madre e hijo estaba adosada a la parte trasera del taller, con una puerta interior a un patio de vecinos. A través de ella se accedía directamente al saloncito que incluía la cocinilla de butano, y una única habitación donde dormitaban los dos. Mientras duró la infancia de José y hasta que éste se hizo cargo del negocio de forma tan natural como una manzana cayendo del árbol, la casita se extendió por el taller infestando mesas de trabajo y mostradores con cuerdas de tender la ropa, revistas del corazón, el juego de tazas de té que simulaban unas matriushkas rusas, la tabla de planchar o un raído saco de patatas. Pero, semioculto por sábanas y trapos, aún guardaba el tesoro de los relojes, cuya canción se iba apagando para desgracia de José, y que destapaba diariamente para darles vida o celebrar algún funeral cuando alguno sucumbía a los estragos del polvo y el olvido.

Ya llevaba varios años ocupándose de estos relojes ancianos, cuando decidió reabrir el negocio al descubrir las herramientas ocultas en un cajón con llave. Vivió una tensión trágica al desalojar del taller los tumores que habían prosperado por todas partes, ya que su madre no soportó con la suficiente entereza el hecho de que su espacio vital fuera reducido a la mínima expresión, obligándola a una reclusión forzada en su cubil, lo que la tornó aún más huraña si cabe.

Se agitó al recordar a madre y aspiró hondo. Los muelles del catre chirriaron al cambiar de postura rompiendo el silencio con ecos estridentes. Fue por aquel entonces cuando comenzó a odiarla. Quizá sí merecía este encierro, después de todo, porque ningún hijo debería odiar a su madre.

Al principio no albergaba ninguna esperanza de que Rosita se fijara en él hasta aquel instante en que percibió sorprendido cómo sus ojos comenzaban a mirarle extrañamente, quizás aún fríos y distantes. Al principio pensó que no era más que el reflejo del escaparate. Pero como la duda le carcomía y le impedía concentrarse, un día decidió fingir un sencillo paseo matutino. Se puso las gafas de sol pasadas de moda y la gabardina del señor Justo y salió a la puerta de su local con parsimonia, como dejándose notar, y escrutando tras las lentes tintadas todos sus movimientos. Le pareció observar un leve giro de su cuello mientras paseaba con las manos en los bolsillos de la gabardina, pero aún no estaba seguro, así que se acercó hasta el quiosco y alcanzó la primera revista que tuvo a mano. La espió furtivamente, comprobando acalorado cómo su atención seguía puesta en él y en todo lo que hacía. Son uno con cincuenta, le dijo el quiosquero tras el mostrador. Sólo estaba ojeando, respondió José arrojando la revista nervioso y volviéndose por donde había venido.

Desde entonces mantuvieron un diálogo a distancia, separados por dos ventanales, diecisiete metros de calle y un estruendoso tráfico rodado. Para José fue una época dorada. Le dijo su nombre, Rosa, que su trabajo era monótono y que desearía estar a su lado. Él le replicaba entonces que la recogería cuando saliera del trabajo y la invitaría a tomar unas pastas con té, allí en su taller, pero Rosa nunca salía a la hora de cierre y todas las mañanas buscaba excusas insólitas y tremendas que José tenía que aceptar con resignación. No obstante, se notaba que vivía dedicada a su trabajo en cuerpo y alma. Era una profesional.

Todo iba bien hasta que amaneció una mañana lluviosa cargada de malos presagios. José disponía las herramientas sobre su mesa de trabajo donde le esperaba un moderno Luxor de pulsera con el mecanismo oxidado. Echó un vistazo rápido a la calle, al otro lado, y allí la vio, difuminada por la cortina de agua. Entró un cliente empapado y con el paraguas a medio cerrar, solicitando una pila para su reloj digital. José la buscó en uno de los cajones del mostrador y como no le costaba nada ser amable con los clientes, se la instaló sin pedirle nada más a cambio. Cuando volvió a la mesa, una furgoneta había aparcado frente al escaparate. A veces ocurrían estos contratiempos que condenaban a José y Rosita a un aislamiento puntual. Cuando cayó la noche, la furgoneta se retiró y dejó entrever una escena que a José se le antojó dantesca: de una alargada caja de cartón tirada en el suelo sobresalían las manos y las piernas de Rosita. Eran inconfundibles.

Cuando la vio ahí tirada, vejada de toda dignidad y sin nada con que cubrirse, se libró de todo su pudor y salió a su rescate. La tomó primero del brazo, con cuidado, pues veía que pesaba poco y notaba que se encontraba en estado de shock. Luego le rodeó el cuello, sintiendo sus agitadas pulsaciones bajo la piel. La llevó en brazos hacia su casa, la sentó en el sillón de orejas donde su madre solía echarse la siesta, la arropó con la mantilla de cuadros escocesa y le ofreció una taza de té. La veía indecisa, bloqueada. Cuando le preguntó si quería que la llevara a su casa, ella no respondió. Entonces, cautelosa y educadamente, le ofreció quedarse, y observó una leve afirmación en su mirada.

Madre estaba muy excitada. No entendió la cortesía de José al acomodar a Rosita en su cama, mientras que él se hacía un hueco en el sofá. Estaba claro que no iban a dormir juntos en esta forzosa primera cita. La noche fue tranquila y al amanecer, José decidió madrugar para comprar unos churros antes de que Rosa se levantara. Al volver con la bolsa grasienta y una ilusión desmedida, se topó con el peor escenario imaginable. Delante de la puerta de la relojería, el brazo de Rosa asomaba por el cubo de la basura, como pidiendo auxilio. Su madre, histérica, les gritó a dos enormes enfermeros que le cortaron el paso y le obligaron a soltar la bolsa de los churros. Le metieron a empellones en una furgoneta. En el portón trasero en fatídicas letras negras pudo alcanzar a leer “Hospital Psiquiátrico El Toboso”.

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