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Buscarse la vida en París

Cuatro valencianos narran cómo les ha ido en la capital de Francia La visión del emigrante español ha cambiado de forma notable

El pintor Pepe Agost en el Pont des Arts en París, donde los enamorados colocan candados jurándose amor eterno.
El pintor Pepe Agost en el Pont des Arts en París, donde los enamorados colocan candados jurándose amor eterno.ERIC MARTINEAU

Aunque llegó como “niño bonito”, a los 27 años le tocó trabajar de homme de ménage. Tras acabarse el año de beca de la Fundación Juan March para estudiar Escenografía en París, cambió las aulas de la Sorbona por la casa de unos parientes de los Romanov como chico de la limpieza. En la embajada de España el público parisino vio su primera exposición en 1975, cuando limpiaba grandes ventanales para ganarse la cena bajo el techo de la chambre de bonne que compartía con su primer gran amor en París. Otro chico que, al igual que él, era de Castellón.

Aquel preludio de estrechez y libertad lo recuerda hoy el pintor Pepe Agost al observar la nueva oleada de exilio laboral de los jóvenes españoles: “El español en París ya no es considerado mano de obra, sino gente muy bien preparada, bien alimentada y muy simpática. Ahora se posiciona en un plano profesional más elevado que antes”. Entonces joven arquitecto de interior, Agost dejó en 1973 la casa de labradores familiar para eludir las persecuciones del régimen que sufrió con su grupo de teatro, Espiral, en Castellón. Con aquel “macuto político” conoció el hervidero cultural parisino cuando España “sonaba a femmes de ménage y porteras, pero también a Picasso, Miró y Dalí”.

Aunque expone en Francia y España, vivir del arte en París siempre es difícil. Integrante del equipo fundacional, este artista castellonense encontró el sueldo fijo como gestor cultural en la Casa de España, reconvertida en los noventa en la primera sede en el exterior del Instituto Cervantes, donde ha trabajado 35 años. Con una paga reducida a la mitad por su reciente jubilación y dos meses de finiquito por cobrar, cada vez le es más abrupto afrontar los 1.200 euros de alquiler del piso de 30 metros cuadrados que comparte con un compañero en el céntrico distrito 8.

Bernardo Castillo y Víctor Ruiz, en la Casa de Valencia en París.
Bernardo Castillo y Víctor Ruiz, en la Casa de Valencia en París.

“En Castellón vendo el kilo a 12 céntimos, y en París lo compran por 9,90 euros”, observa indignado en el mercado de Ternes las clementinas clemenules que cultiva en el huerto heredado de sus padres. Con 66 años, Agost se halla en medio de la encrucijada de volver a su tierra de montaña-naranjo-playa y aeropuerto sin aviones. “Lo único seguro es mi taller de pintura en Saint Denis”, de arrendamiento social, traspasado por su colega Carmen Calvo.

Cerca de la Bastilla, Víctor Ruiz organiza los preparativos para celebrar su cumpleaños con una paella en el local de la Casa Regional de Valencia. Licenciado en ADE, este joven de 29 años de La Cañada (Paterna) trabaja desde 2010 para una entidad bancaria con sede en París. Ruiz, que llegó con un puesto asignado desde España y con dominio de inglés y francés, desaconseja venir a la aventura: “Aunque tengas dinero y un buen contrato, no encuentras piso. Si no puedes pagar 500 euros por una habitación, hay que irse a un mal barrio, y los malos barrios en París no son los malos barrios en Valencia”.

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Ser atractiva a los jóvenes es el reto de la casa regional más antigua de París, fundada en 1947. “Nuestra dificultad es dejar de ser una asociación de emigrantes”, señala Bernardo Castillo, delegado de los centros valencianos en Europa y socio de la Casa de Valencia. Con 400 asociados nostálgicos de Fallas y paella, esta agrupación dependiente del Cevex (Centres valencians a l’exterior) recibe este año una subvención de 6.000 euros que sufraga cuatro meses de alquiler del local. “A la Generalitat le interesa que sigamos como un centro de inmigrantes. Cuando Camps vino a promocionar el Palau de les Arts, nos enteramos por la embajada, y llamaron a una traductora sudamericana. No ven que aquí hay una estructura hecha para promocionar a nuestras empresas y organizar eventos culturales”, lamenta Castillo.

Agost: “En Castellón vendo las clemenules a 12 céntimos y aquí se pagan a 9,90”

El perfil del nuevo emigrante es el del joven con títulos e idiomas, sin pareja ni hijos. Pero, en 1963, sus padres se atrevieron a salir de Algemesí con dos hijos, la abuela, dos maletas y sin hablar francés. Con vecinos argelinos, marroquíes y yugoslavos, Castillo, entonces un niño de cinco años, pasó sus primeros meses en París en la habitación de un hotel de miseria en el exótico distrito 4, mientras el progenitor trabajaba en la Citroën y la madre y la abuela como limpiadoras de hogar.

Responsable de asuntos judiciales y sociales del consulado español en París, Castillo conoció los dramas de las bonnes à tout faire. Retratadas en el filme Españolas en París, aquellas “chicas para todo” habitaron las buhardillas de ocho metros cuadrados, situadas un piso por encima de sus patrones, para trabajar jornadas de más de 12 horas durante años de ferviente servicio que les privó del matrimonio y las relaciones sociales. “La mayoría de ellas, que no aprendieron francés ni se integraron en la sociedad, estaban desorientadas al jubilarse”, recuerda Castillo, que buscó residencias en España a varias de aquellas mujeres. “Hasta hace cinco años registramos casos de fallecimiento de estas mujeres, que al vivir tan aisladas en sus domicilios, nadie se enteraba hasta semanas o meses después”.

El abogado José Ibáñez, en su despacho.
El abogado José Ibáñez, en su despacho.

Aunque el lastre de la emigración sigue pesando sobre la generación de los padres, José Ibáñez, letrado de 45 años, presume de pertenecer a la de los hijos orgullosos de su condición bicultural. Nacido en Valencia y criado en la rive gauche del Sena, se mudó con cuatro años a París, donde el padre se empleó de electricista y la madre de auxiliar de enfermería. “En España no hubiera podido desarrollar estudios largos ni llegar a un puesto de trabajo como el que me ha permitido el sistema francés”, afirma este abogado formado en la educación pública francesa.

Alejado de los distritos 8 y 17, el perímetro tradicional de los bufetes de abogados, Ibáñez y sus dos socios abrieron en 2011 un gabinete especializado en derecho inmobiliario donde antes había una sociedad dedicada a la moda. Con una plantilla de 25 personas, el espacioso despacho se ubica en el entorno de las exclusivas firmas de alta joyería de la plaza Vendôme, en la que no existen inmuebles en venta, solo en alquiler, de entre 500 y 700 euros el metro cuadrado al año.

Con las crisis, atrás quedaron los titulares del miracle espagnol en la prensa francesa. “No me esperaba que la gestión de la Comunidad Valenciana llegara a una situación económica tan desastrosa, porque era una de las más dinámicas de España”, lamenta el abogado Ibáñez.

“La Generalitat no ve la estructura que hemos hecho”, dice Bernardo Castillo

A diferencia de sus padres, los hijos de la emigración han comprado vivienda propia, en una ciudad que vende el metro cuadrado a 9.000 euros de media. Ibáñez observa con preocupación el problema de los desahucios en España: “En Francia se protege al consumidor con la regla del endeudamiento del 30% y los bancos franceses tienen mucho más cuidado. Cuando llegan los problemas, el particular puede salir adelante, cosa que en España no pasa”.

Con su mujer, directora jurídica de la casa de subastas Christie’s en París, y sus tres hijos, reside en el ambiente de teatros, cines y restaurantes del ajetreado Montparnasse, barrio que no sustituirá por Valencia en breve. “Salvo que me encuentren allí un trabajo equivalente”.

Un Caballero de las Artes de Alicante

Españoles en París
Españoles en París

Primer profesor español del Conservatorio Nacional de París. Único batería español de la Orquesta Nacional de Jazz de Francia. Más de 50 discos y un centenar de formaciones. El alicantino Ramón López golpea las baquetas por todo el mundo con una media de 40 actuaciones al año. En 2008, el Ministerio francés de Cultura le concedió la medalla de Caballero de las Artes y las Letras, otorgada por primera vez a un músico de jazz español. Pero López, con más de 40 años de recorrido, nunca ha sido llamado a tocar en Alicante, a pesar de tener un festival de jazz.

En 1985 se despidió de la casa familiar con los ahorros de los bolos veraniegos en Benidorm. Atraído por los clubes de jazz de importación americana, pasó su primera noche en París a diez grados bajo cero entre las herramientas del porche de la casa de un amigo. Con 52 años, López se mantiene gracias a los conciertos, pero nota los recortes: “Algunos sitios me proponen cachés de hace 20 años”. Cerca del cementerio de Père-Lachaise, su estudio de 35 metros cuadrados luce repleto de paquetes de cartón. Sin una agenda diaria de conciertos en la capital, busca casa en los bosques y lagos de Normandía, como inspiración para su otra pasión, la pintura. Aunque este músico ve difícil volver a Alicante, su único hijo, Lucas, de 20 años, ha hecho el camino inverso y ahora vive en Barcelona formándose también como batería.

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