Políticos o profesionales
Incluso para aquellos que ejercen legítimamente una vocación política, los cargos han de ser provisionales
“Yo no tengo fusta de político. Me asusta la posibilidad de que me tomen por político”, escribía Joan Fuster en 1979. “Lo soy a mi manera, porque todo es política. La mía no es la profesional; la de la clase. Y la clase se lo pasa la mar de bien haciendo política”. Más de 30 años después, lo que empezaba a significar “ser político” en la Transición hace agua. Probablemente, todos tenemos una parte de culpa, pero los “políticos” condensan más responsabilidad que nadie. Y parecen los más reticentes a asumirla. Eso hace todavía más enervante la crisis que afecta al sistema. Una crisis que reflejan con intensidad los sondeos de opinión y las protestas de la calle.
“El partido nadaba en la abundancia”, afirma Luis Bárcenas, ese extesorero del PP que canalizaba donaciones, las apuntaba en las cuentas o las camuflaba para blanquearlas. El partido de la derecha española funcionaba y funciona con tal grado de “profesionalidad” que repartía y reparte sobresueldos como en las grandes empresas se reparten bonus a los ejecutivos. No es que el PP cuadre estrictamente en el esquema de partido pragmático y desideologizado basado en el poder del dinero. El suyo es un modelo más evolucionado. Pero quienes ocupan cargos en su nombre se comportan con la misma actitud que la práctica totalidad de los directivos de empresas y corporaciones al llegar la tormenta: se amarran a sus puestos, y a sus sobresueldos, aunque tengan tan poca clarividencia sobre lo que ocurre como cualquiera de los asalariados de los que prescinden en nombre de la austeridad y la supervivencia.
Lo malo es que en el PSOE la “profesionalidad” ha adquirido también en grandes dosis ese reflejo conservador de perpetuarse contra cualquier consideración racional sobre la necesidad y las capacidades. Conocí, en los tiempos de la Transición, políticos que no ocuparon nunca un cargo. Y hubo un momento en el que pareció que ciudadanos procedentes de ámbitos muy diversos podían incorporarse a la acción en la esfera pública, que no otra cosa debería ser en definitiva la política. Hubo después una época en la que los políticos ya profesionalizados parecían cumplir con su papel de hacer funcionar, más o menos, las cosas. Hoy, la abrumadora sensación es que han fracasado estrepitosamente, pero no quieren marcharse. Lo que provoca una desafección masiva de la política partidaria, cuando no una aversión enfermiza a las instituciones.
Incluso para aquellos que ejercen legítimamente una vocación política, los cargos han de ser provisionales. En caso contrario, asistimos a la derogación de cualquier sentido de servicio público. Un ejemplo indecente es el del accidente del metro de Valencia, cuyas exigencias lógicas se han postergado en defensa de la “clase política”. Todavía hoy el presidente de la Generalitat se agazapa en la inexistencia de responsabilidad penal establecida por los tribunales frente a la denuncia de “43 muertos y cero responsables” de los familiares de las víctimas. Que no se determine un culpable penal de la tragedia está lejos de condonar cualquier otra obligación “política”. Que 43 personas se encomendaran a un sistema experto como el metro para morir en la curva de entrada a una estación en un descarrilamiento no puede saldarse con la continuidad en sus cargos de los responsables del sistema. Dicen que Francisco Camps no dejó dimitir a José Ramón García Antón de consejero. La gerente de la empresa pública, Marisa Gracia, siguió en el cargo cinco largos años. Es la norma. La política se ha llenado de gente que pone por delante del servicio público el patrimonio de su cargo.
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