La Titanoboa y su prima
Sacar a la serpiente del terrario para una entrevista es un trance
Nos han hecho la primera entrevista conjunta a mí y a mi serpiente. Ella ha causado mejor impresión. Vinieron del diario Ara a casa para un reportaje sobre mascotas. Nosotros, la serpiente y yo, entrábamos en el apartado de compañías exóticas. Recibimos a la redactora, Aure Farran, con la natural expectación, y yo arreglado. Me encantó ver que la periodista manifestaba un temor a las serpientes casi superior al mío. Atrasamos todo lo posible el momento de sacar a Kaa del terrario alargando el café y explicando yo historias de famosos encuentros fatales con reptiles; pero al final no hubo más remedio que ponerse manos a la obra porque la fotógrafa se empeñó en que quería una imagen nítida de la criatura. Yo tragué saliva. Sacarla del terrario siempre es un trance (de hecho solo sale cuando se escapa). Y la serpiente llevaba semanas sin comer, lo que afecta a su idea del mundo y a sus afectos. En esa obra de referencia que es Oro enterrado y anacondas (Juventud, 1964), Rolf Blomberg, que vio como una anaconda se tragó a un mestizo que estaba bañándose en el río Napo, recalca que la mejor forma de apaciguar a una serpiente (como a tantos seres) es darle de comer. Él le dio a una de las grandes anacondas (y valga la redundancia) que capturó cerca del Putumayo —güio las llaman los indios huitotos, que, como es natural, las temen mucho— un pecarí de 40 kilos. Así les fue fácil manipularla, aunque pesaba lo suyo. Pero yo, decía, tenía a mi mascota sin comer. No era un castigo, qué va. Es que aún me estaba recuperando de la impresión de su última ingesta, cuando atrapó en el aire a uno de los dos ratoncillos blancos que le arrojé y con él envuelto en los anillos cayeron entrelazados —el roedor chillando como haríamos usted y yo— en el tazón de agua, en una zambullida que ríete tú de Splash y Mira quién salta. Intento no fijarme mucho cuando la serpiente come; me produce aprensión y una suerte de remordimiento. Suelo observar así como de reojo, pero aquello era mejor que National Geographic. No pude discernir si el ratón moría ahogado por la inmersión o asfixiado por la mascota constrictora. Tampoco creo que le importara. La culebra dejó al primer roedor flotando y dio cuenta del otro, para luego regresar al recipiente y culminar el festín...
En ‘Oro enterrado y anacondas’, Blomberg recomienda manipular a las serpientes saciadas
“¿Dan algún tipo de afecto?”, me estaba preguntando Aure. Bueno, no está en su naturaleza, precisamente. Abrí un poquito la tapa del terrario como si manejara explosivos y escudriñé en su interior. A ver de qué humor estaba la niña. Es en ocasiones así cuando me alegro de haber adquirido una culebra del maíz americana que no pasa de metro y medio, aunque les aseguro que metro y medio de serpiente hambrienta y/o cabreada impresiona a gente mucho menos pusilánime que yo.
Muchas personas a las que les gustan las serpientes tienen boas o pitones. Eso son palabras mayores. No es que se te puedan comer —hace falta una anaconda en verdad grande y muy dispuesta—, pero como explica muy juiciosamente Gordon Grice en Deadly animals (Penguin, 2010), libro de cabecera donde los haya, ellas a veces no lo saben; lo que acarrea enojosas complicaciones. “Algunas serpientes no son especialmente buenas realizando estimaciones de tamaño”, señala Grice. A lo mejor te matan y luego se dan cuenta de que, vaya por Dios, eres demasiado para ellas. Es con probabilidad lo que le ocurrió a un chico de 19 años en el Bronx neoyorquino que fue descubierto por un vecino tendido en un charco de sangre con su bonita pitón birmana de cuatro metros enrollada alrededor, ya muerto y sosteniendo aún una caja con una gallina con la que pretendía alimentar al reptil, que evidentemente decidió cambiar el menú.
La pitón reticulada puede llegar a medir nueve metros y pico. Las anacondas, con ocho metros, son más pequeñas, pero, como viven la mayor parte del tiempo en el agua, tienen mucha más masa corporal (se mencionan casos de ejemplares de hasta 300 kilos). Todos esos bichos palidecen ante el que encontré no hace mucho en Washington: una serpiente del tamaño de un autobús, un monstruo de 14 metros y 1.135 kilos (han leído bien). Me di de bruces con semejante bestia portentosa en el Museo de Historia Natural Smithsonian. Forjado como estoy en el temor a las serpientes, estuve a punto de desmayarme de espanto ante la visión de tan extraordinario ser, que acechaba enroscado en el suelo de la segunda planta del museo y se estaba zampando un caimán de un bocado como si fuera un pincho de tortilla. Como vi que un niño se acercaba fui detrás de él. Era un modelo a tamaño natural de la Titanoboa, la mayor serpiente que nunca ha existido y que por suerte está extinta desde hace 58 millones de años (lo que da para sentirse seguro). Aún receloso, traspasé el cordón dispuesto alrededor del reptil y lo acaricié con mano temblorosa: tenía el tacto de una maleta de piel vieja. La Titanoboa vivía en los pantanos de lo que hoy es Colombia. Se parecía a una boa, pero su estilo de vida era el de una anaconda. Estaba en la cima de la cadena alimenticia. Dios nos hizo un regalo no situándonos en el paleoceno. Su descubrimiento tuvo lugar cuando un científico se dio cuenta de que una vértebra encontrada en el yacimiento de Cerrejón y adjudicada a un cocodrilo era de serpiente y de una serpiente muuuuy grande. En el yacimiento han aparecido restos de 60 Titanoboas, así que debería ser un lugar muy animado.
Mi pequeña culebra, su lejana prima, no se puede comparar con la Titanoboa (¡cómo me hubiera gustado entrevistarla!), pero cuando levanté el tronco hueco en el que se esconde habitualmente y lo extraje del terrario, surgió de él como un rayo y nos miró con ojos desafiantes en los que ardía la brasa del odio y del hambre. La reportera se echó para atrás llevándose la mano a la boca, la fotógrafa disparó y yo lancé espantado a la serpiente con tronco y todo de vuelta a su pequeño averno, donde se quedó silbando y retorciéndose, llenando la tarde de riesgo y aventura, y conjurando en cada una de sus escamas toda la furia y la maravilla de su fría y antigua raza.
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