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ROCK | Fito y Fitipaldis
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Bradomín con traje nuevo

Fito demuestra en el Price que, a falta de innovación, sus actuaciones son una garantía de fiabilidad

Fito Cabrales, en el Circo Price.
Fito Cabrales, en el Circo Price. CLAUDIO ÁLVAREZ

Quién se lo iba a decir a Adolfo Cabrales. Aquel adolescente que en los ochenta se atrincheraba en el Hebe vallecano para castigar el hígado y empaparse con las esencias del rock urbano es hoy, tres décadas después, un ídolo de multitudes que cae simpático al colega barrial, el oficinista que se afloja apresuradamente la corbata, el viejo bucanero y los treintañeros que ocupan sus butacas junto a retoños aún pendientes de la primera comunión. Hasta el horario de estas cinco noches en el Price, las 20.30, constituye un guiño familiar para este reencuentro con suspense burocrático: al bilbaíno ya le esperábamos en diciembre, pero la súbita clausura del Palacio Municipal desbarató los planes.

“Yo no habría devuelto unas entradas y comprado las otras para verme a mí”, admitió el protagonista con esa sorna que le granjea simpatías a raudales. Porque a un concierto de Fitipaldis se acude, en efecto, a tiro hecho, con el repertorio aprendido, el aplauso alborozado y pocas ganas de sorpresas. Fito es, en ese sentido, un valor de gran fiabilidad: si te gusta una, es muy probable que te gusten todas.

Cabrales suma tres años largos sin entregar nuevo disco y antes de emprender esta gira por teatros admitió que las musas llevan tiempo sin cursarle visita. Es un arranque de sinceridad que le honra, porque su asombroso nivel de autoplagio iba camino de convertirse en nueva figura jurídica en los estatutos de la SGAE. El hombre de la visera se hace querer seguramente por su cercanía personal y unas letras que alternan la vida canalla y los desarreglos sentimentales, dos tópicos infalibles para el tarareo en pandilla. Pero su repertorio es plano y reiterativo como una cantinela, por mucho que su banda –magnífica- lo ensalce y coloree con una paleta bien nutrida. Los ropajes engalanan un esqueleto escuálido y convierten ese factor textil en lo único auténticamente interesante de una velada predecible hasta en el orden de canciones: respecto a sus comparecencias barcelonesas de diciembre solo ha añadido un viejo título de Platero y Tú, Al cantar.

La sesión comienza con el abrazo fraternal entre Fito y Carlos Raya, guitarrista y productor, y la baza infalible de Por la boca vive el pez, pese a incluir uno de los cuatro o cinco versos más tontorrones (el de los “ojos del color de la cocacola”) del pop español en lo que llevamos de siglo. Pero ese tema y sus sucesores, Sobra la luz o Me equivocaría otra vez, hurgan en el territorio de los desconciertos amorosos, las inseguridades, reincidencias y demás quebrantos: retratos de la vida misma (o la mala vida) con los que se identifica usted, su vecina y gran parte de las diferentes ramas familiares. Y así es cómo aquel niño que creció en Laredo encadena cinco llenos consecutivos en el Price. Por empatía pura. Y sin despeinarse.

Las guitarras de Me equivocaría… apuntan de tal manera a Dire Straits que Mark Knopfler debería figurar con negrita en los créditos. De la misma manera, el aire vaquero de Cerca de las vías, con steel guitar y contrabajo, se queda a un paso del Maggie May de Rod Stewart. Los Fitipaldis son gente cualificada y aciertan con envoltorios sorprendentes: la mezcla de buzuki y clarinete en A la luna se le ve el ombligo, el ramalazo de klezmer judío que adquiere El funeral, el delicioso tono espectral y sombrío en Que me arrastre el viento o ese tímido aire irlandés para reinventar al ubicuo Soldadito marinero. En particular, Joserra Senperena siempre aporta salazón con el acordeón o el órgano Hammond, mientras que Daniel Griffin es un percusionista con elegancia casi de diplomático. Pero, ¡ay!, los moldes son escasísimos en la fábrica fitipaldesca de canciones. Tan escasos como la tímbrica vocal de su titular, siempre aguda y metálica, ajena a la opción de los matices.

No importa. Cabrales renovó anoche con creces su condición de Bradomín del rock peninsular: bajito, feo y sentimental (no sabemos si también católico; buena gana de entrar en pleitos con la curia). Pero el marqués no pudo presumir de otra cosa que de traje nuevo. Y debajo de los trapos, por desgracia, no se adivinaba ni un poquito de chicha.

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