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crítica | teatro
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Soy un banquero alegre, nada me falta

En ‘El café’, Dan Jemmett y los actores de La Abadía fustigan la codicia, el egocentrismo erecto y la moral de casino

Javier Vallejo

En esta comedia, nadie quiere a nadie, salvo como objeto de deseo, y todos adoran el dinero: no se habla de otra cosa. El café, de R. W. Fassbinder, es una versión (libre pero fidelísima en cuanto al nombre, la naturaleza de sus personajes y la estructura argumental se refiere), de La bottega del caffè (1750) , comedia de costumbres en la que Goldoni retrató a la burguesía, los hombres de negocios y los usureros, en la Venecia republicana del settecento.

El autor alemán y el italiano de otrora comparten intención satírica y moralizante, pero donde éste es amable y levemente optimista (Pandolfo, capo del casino, acaba en la cárcel merecidamente), aquél, con el bagaje de dos siglos más de historia, es medularmente escéptico: cuando Marzio denuncia a Pandolfo por tener sus tragaperras trucadas, la policía le responde que porque adeuda una cantidad enorme a la ciudad han de hacer la vista gorda, para que devuelva quizá ese dinero algún día. La puesta en escena que Dan Jemmett acaba de estrenar ofrece una perspectiva todavía más negativa de la moral de la élite económica. Bajo su batuta, los personajes que Fassbinder retrataba gélidos e implacables aparecen rotos y fuera de sí. Con una gestualidad exacerbada minuciosamente, sus intérpretes encarnan la codicia, la ambición y el deseo en estado puro.

El café (La comedia del dinero)

Autor: Rainer Werner Fassbinder, a partir de la obra de Goldoni: Traducción: Miguel Sáenz. Dirección: Dan Jemmett. Teatro de La Abadía. Hasta el 31 de marzo.

Jemmett embarca a los actores del Teatro de La Abadía en un ejercicio de estilo extremo: texto dicho siempre a público y a una velocidad cuasi imposible de seguir; cada gesto, elevado al cubo; cada actitud, a la enésima potencia. Algunos actores lo resuelven con una precisión exquisita: crean un imaginario grotesco, sin contagiarse. Controlan a su personaje. Otros se manchan con él, pero en general salen muy bien parados del envite. Llega un momento en el cual ese estar todos en fase maníaca permanente, agota. Dudo que manera tan literal de exponer el espíritu de la adicción al dinero y el poder sea la más legible ni la más eficaz.

En el tercer acto, que Fassbinder sugiere se resuelva “como a cámara lenta”, Jemmett propone mejor que los personajes entren en fase de perplejidad, desorientación y mutismo crecientes. Uno tras otro, se van quedando en blanco, ante la desesperación de Tráppolo, única criatura desapegada del horrísono casino, simbolizado por una batería de tragaperras cuyo tintinear permanente es la banda sonora de la función. Interpretado por Jesús Barranco con exactitud cómica radical, Tráppolo encarna ahora la frustración del público ante los repetidos vacíos de memoria de sus cofrades y ante la inacción que se adueña de la escena; y ya en esta línea, cuando todos ellos se largan con el botín, queda solo, triste e incrédulo, como un español recién expoliado. En su gramola, suena la canción de Woody Guthrie: “Soy un alegre banquero/ Ahí estaré para embargarte”. Y luego, un tiro seco. Un gran final, para un espectáculo cuya ironía no será asequible universalmente.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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