Pero que muy bonito
Los espectáculos del grupo islandés Sigur Rós resultan impecables y sus canciones piezas casi litúrgicas
Todo es fantástico en Sigur Rós. Sus espectáculos resultan impecables, un despliegue de luces tenues y recursos escénicos bien bonitos, ¡sí señor! Sus canciones, complemento o argumento de este despliegue visual, son piezas casi litúrgicas que evocan, al parecer, los brutales paisajes, crudos y puros, de su Islandia natal. Un falsete angelical sobrevuela el conjunto, velado por un aura de misterio que escamotea los rostros de los miembros del grupo, acompañados en escena por una tropa de músicos que con metales y cuerdas recrean el barroco sonido de la banda sobre el escenario. Todo es fantástico. Especialmente en las primeras canciones, de títulos imposibles y por ello exóticos, atractivos y telúricos.
Sigur Rós
Sant Jordi Club
Barcelona, 16 de febrero
Bocas abiertas, sensibilidades acunadas por una música tan apacible como gélida, sin duda uno de los atractivos del grupo, y comunión total entre sala, intérpretes, luces y sonido.
¿Cuál es el problema que la banda islandesa volvió a evidenciar en Barcelona? Pues que esos recursos se repiten sin variación hasta el final, con lo que están vistos en la quinta pieza, la inicialmente bonita Saeglópur. Ese es el quid de Sigur Rós, que todo es inicialmente bonito hasta que se repara en que los temas solo son una idea breve, un acorde, una armonía, un fragmento melódico, que se repite hasta la saciedad rematado por el infalible recurso del crescendo. Y aquí la otra gran contradicción: la música del grupo tiene con el paisaje islandés —puro en sus formas y colores, variado por definición, diferente—, la misma vinculación que con el de Lanzarote, las Salinas de Formentera o la Pampa: la arbitrariedad. Pero, eso sí, superada la reiteración, todo en Sigur Rós es muy bonito. Solo.
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