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Elogio de la réplica

Una veintena de copistas chinos invade el Prado gracias a un acuerdo del museo con la Embajada del país asiático

Elsa Fernández-Santos
Copistas chinos en el museo del Prado frente a cuadros de Velázquez.
Copistas chinos en el museo del Prado frente a cuadros de Velázquez.Bernardo Pérez

Sueño recurrente de la posmodernidad, la rebelión de la copia frente al original llena de páginas el eterno litigio entre falso y auténtico, fraude y verdad, plagio y creación. Pero como tantas otras cosas, este debate también se resiste a cruzar las soberanas puertas del museo del Prado, donde la tradición de los copistas se ha mantenido con mimo contra el signo de los tiempos. Si el fantasma de Elmyr de Hory, el famoso falsificador húngaro que inspiró el filme F de Fraude, de Orson Welles, campara estos días a sus anchas por la pinacoteca madrileña se toparía con el colmo de este dudoso ejercicio, 18 pintores chinos que durante dos semanas y con el beneplácito de la casa no hacen otra cosa que copiar y copiar obras maestras con la velocidad y precisión que se espera de los mejores de un país que se jacta de que nada en este mundo se resiste a la réplica.

“Seguramente la copia es lo peor, pero la copia también es el principio de algo. El principio de un aprendizaje”, explica Yang Feiyun, pintor realista, presidente de la prestigiosa China Oil Painting Institute of Chinese National Academy of Arts y guía y maestro de los pintores que han llegado a Madrid desde Pekín. En China, copiar es un arte, la base fundamental del aprendizaje de su arte mayor, la caligrafía. “Para uno de nuestros grandes pintores, Qi Baishi, la copia como fin es la muerte, pero la copia como vehículo es muy diferente. Nosotros copiamos a Velázquez para aprender su espíritu. Y ¿por qué no? Para intentar superarle”, añade este autor veloz (tres días) de un Felipe IV de Velázquez que hasta ha llamado la atención de Gabriele Finaldi, director adjunto de Conservación e Investigación del Prado. “Me he fijado en él porque recoge toda la sutileza del cuadro y con una rapidez realmente sorprendente”, afirma Finaldi, para quien pese a que muchos museos han acabado con este ejercicio, el Prado lo defiende como parte de su paisaje y de la formación de muchos profesionales. “Los romanos copiaban las esculturas griegas y en el Renacimiento los alumnos de los grandes maestros aprendían copiando sus obras en los talleres. El Prado siempre ha contado con copistas, algunos muy famosos. Sargent vino a España en varias ocasiones solo para copiar Las Meninas. De hecho hizo una réplica que hoy pertenece a su familia. Nosotros hemos mantenido la tradición porque sirve a los artistas y le gusta al público. Hay algo mágico y a la vez cercano en ver cómo se pinta una copia. Pese a los avances tecnológicos y la precisión de la fotografía digital, los pintores quieren seguir trabajando en el museo porque la relación directa con el objeto es importante. Y nosotros no tenemos problema en fomentarlo, queremos ser un museo más real que virtual”.

Para evitar fraudes, la pinacoteca mantiene un riguroso reglamento que garantiza la “honorabilidad” de los copistas. Además se exige una diferencia de cinco centímetros de tamaño entre original y copia. El permiso para copiar obras como Las Meninas, Las majas o El jardín de las delicias es hoy casi imposible por la cantidad de público que atraen. “El público manda y en eso somos vigilantes”, explica Cristina Barroso, encargada de la Oficina de Copias, departamento en el que se gestionan todas las peticiones: “tenemos de todo, desde un copista de 82 años o un contable que trabajaba en el ministerio de Obras Públicas pero que siempre quiso ser pintor hasta un arquitecto de Pamplona que cuando puede viaja a Madrid para encerrase en el museo y pintar”.

Lo más impresionante del equipo de Pekín es su perseverancia y velocidad. La estrechez de tiempo les obliga a una copia “más ligera”, sin la carga de pintura de los originales. Lo lamenta Zhang Xiaopeng, embarcada en Las tres gracias de Rubens. “A él le llevó tres años. Jamás podré copiar su color”. Frente a El Cristo de Velázquez, Li Wendong explica que esta es su tercera visita al Prado. “Y desde la primera este cuadro me impresionó. Para nosotros, Velázquez es sagrado. Yo sigo su trazo y eso es lo que jamás le podré copiar, que su gesto, a diferencia del mío, era natural”.

Los niños de una escuela de Alcorcón cotejan embobados original y copia, copia y original. La profesora les recuerda una leyenda que asegura que Velázquez ocultó con la melena media cara de Jesús porque no lograba representar como quería el dolor de su rostro. Wendong, gorra y pincel, ni se inmuta.

El copista lucha contra sí mismo en esa imposible pelea por seguir el paso de otro. “Nunca puede ocultar su propio movimiento de mano”, dice Finaldi. “Pero su visión nos puede ayudar a entender el original. Al hacer una copia uno se pone en contacto directo con las miles de pequeñas decisiones que ha tenido que tomar el artista”.

La tarea de los copistas despierta mucha curiosidad, sobre todo la de un hombre alto y de buena planta que se sienta con aspecto cansado en uno de los bancos del museo. “En realidad no saben lo que hacen”, opina el misterioso espectador. “Es una tradición del pasado que hoy se queda en la superficie. Tienen maestría en la mano, pero no profundidad. Lo siento, soy un escéptico”. El visitante, alemán, se identifica finalmente como el director del museo dedicado al pintor abstracto Joseph Albers, conocido por su serie Homenaje al cuadrado. “Ya ve, no hay nada más fácil que copiar un cuadrado, pero cualquiera que tenga ojos sabe que eso es imposible”.

A esta imposibilidad se resiste el benjamín del grupo, You Yong, el alumno favorito del maestro chino. En cuatro días ha calcado La adoración de los pastores de El Greco. Explica que para ganar precisión escucha el Mesías de Händel. “Mi maestro confía en mí. Escucho esa música porque creo en la interactividad de todas las artes. Los ojos y los oídos me llevan al mismo camino, perseguir el sentido original del artista”.

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Sobre la firma

Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’

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