Pura adrenalina de garito
Sex Museum deja en El Sol una noche de rock chisporroteante, con más energía que nostalgia
Nunca fueron una banda demasiado conocida y hasta puede que tampoco hayan gozado de gran predicamento entre sus compañeros de generación. Pero deberíamos hablar de generaciones, en plural: ahí donde les ven, los chicos y chica de Sex Museum superan ya el cuarto de siglo subidos a los escenarios. Con los amplificadores al borde de la incandescencia, las melenas en perfecto estado de conservación (las canas habrán de esperar) y la actitud innegociable de quienes se han pasado toda la infancia escuchando el crepitar de la aguja cuando descendía sobre el negro vinilo de giro cadencioso. Apóstoles del mp3: absténganse de seguir leyendo.
El furibundo quinteto malasañero remite a otra época, sin duda. Y ello no es demérito, sino, sencillamente, señal de identidad. En estos tiempos en los que Jack White o The Black Keys abarrotan La Riviera y el Palacio de los Deportes, hasta puede que el guitarrista Fernando Pardo, madrileño del 64, y sus huestes atraviesen por uno de sus momentos más dulces. El que persevera, gana, como demostraron anoche en una casi llena sala El Sol.
Con trece discos a las espaldas y uno de ellos, ‘Again & again’, todavía reciente en el calendario, a los Museum se les vio cómodos, pletóricos, asilvestrados e irredentos en su regreso al foro. No había más que observar los gestos voluptuosos que esbozaban al pisar los pedales de distorsión o inclinar el mástil del bajo hasta la verticalidad. Miguel Pardo, el hombre de la camisa de lunares, cantaba volcando el micrófono sobre las primeras filas y Marta Ruiz hacía ulular el órgano. Los teclados ñoños aquí están rigurosamente vetados.
“Al principio lo intentamos con The Who, pero no nos atrevimos”, rememoró Fernando antes de de abordar una vitamínica versión de Mandrake root, de Deep Purple, y otra que entrelaza Smoke on the water con Fight for your right, de Beastie Boys. El rock duro e inapelable de hace cuatro décadas, con Led Zeppelin o Black Sabbath en lo más alto del santoral, sigue aún hoy definiendo la filiación de estos madrileños.
Velada sabrosa
Pardo ha acabado haciendo fortuna con Los Coronas o, más aún, los recientes Corizonas, su ingeniosa intersección con los vallisoletanos Arizona Baby, pero siempre hemos intuido que es en Sex Museum donde se encuentra en su auténtica salsa. El primer tramo del recital de anoche, en el que la banda rescató temas de sus primeras entregas, resultó particularmente gozoso: rock chisporroteante, comprometido con los padres del género. Pura adrenalina de garito noctámbulo.
El mostoleño Roberto Lozano reventó literalmente el bombo de la batería durante la interpretación de Independence. Ese tipo es un monstruo, en la mejor acepción del término. Solo queda la duda, escuchándoles en Ya es tarde, sobre esa engorrosa costumbre de cantar en un idioma que no es el mismo en el que luego dan las gracias.
La velada resultó larga y sabrosa porque el fotógrafo Xavier Mercadé había presentado antes su libro Balas perdidas: qué fue del siglo XX (Ediciones 66rpm), colección de instantáneas en directo de grupos españoles más o menos malditos durante las décadas de los ochenta y noventa. Mercadé es hombre de munición abundante, ya que su objetivo ha servido hasta ahora para inmortalizar más de 9.000 conciertos, así que el volumen presentado ayer no sería el único plausible a partir de tan profusos archivos. Pero la idea de estas Balas resulta entrañable, porque centra el foco en formaciones que solo arañaron el corazón de un número demasiado reducido, injustamente, de incondicionales: desde Lagartija Nick y 091, que vivieron años de negras catacumbas aunque ahora parezca reivindicarlos media humanidad, a otras bandas como Enemigos, Negativos, Desechables, Desperados, Dogo y los Mercenarios, Proscritos, Más Birras… o los propios Sex Museum.
Para completar el menú pudimos asistir, además, a una de las primeras apariciones de Fuckaine, flamante nuevo cuarteto madrileño que integra la furia de Pulled Apart by Horses y el punto gamberrete de Beastie Boys, aunque la mejor definición quizás la aportara el inenarrable atuendo de Fran, su cantante y guitarrista: gorro siberiano, vaqueros cortos y calcetín blanco. Divertidos, bullangueros y gritones, tanto el moreno estrafalario como su contrapunto rubio y femenino, la bajista Tábata, sorprendieron con su furia deslavazada, revitalizante y, errr, no siempre compatible con las leyes físicas de la afinación.
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