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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una mala idea

"La reforma del sistema electoral es una demanda de carácter tan general que en su día motivó nada menos que una consulta y un informe del Consejo de Estado"

Que en la Unión Europea la democracia representativa no goza precisamente de buena salud se ha convertido en afirmación poco discutida y aun menos discutible. Que en el caso español, cuanto menos, atravesamos una crisis de representación resulta obvio cuando lo que se viene llamando la “clase política” es percibida en términos de un muy grave problema, cuando las afirmaciones derogatorias referidas a los partidos políticos son de general aceptación, según acreditan los estudios demoscópicos, y cuando el reproche a las prácticas propias de los principales (corrupción, financiación irregular e incapacidad de consenso) es poco menos que general. No es casual que los señores del 15-M y afines exhiban pancartas en las que se puede leer “No nos representan”, por no entrar en aquellas otras donde se puede leer la misma idea vertida en términos escatológicos.

De hecho, la reforma del sistema electoral es una demanda de carácter tan general que en su día motivó nada menos que una consulta y un informe del Consejo de Estado. Pero no cualquier reforma, sino aquella o aquellas que acentúen la representatividad de los electos, hagan más transparente y participativo el proceso de generación de representación y, en la medida de lo posible, faciliten una relación más inmediata y directa entre el diputado y sus electores.

La demanda se dirige primariamente a los dos mayores partidos, toda vez que estos, como únicos “partidos de gobierno”, hasta la fecha al menos, son los únicos que se hallan en posesión de los recursos institucionales sin los cuales la reforma no es factible. Y, al mismo tiempo, y por esa razón, se produce el curioso fenómeno de reclamar a los principales beneficiarios del sistema electoral actual que atenten contra sus intereses produciendo una reforma que reduzca sus primas y privilegios.

Resulta obvio que satisfacer esa demanda no es fácil, aunque sólo sea por el número de damnificados potenciales que la misma causaría, lo que acaso explique que los “ partidos de gobierno” apenas si den muestras de recepción a la misma. Claro que esa pasividad conlleva costes: desde un agregado algo superior al 83% de los votos en las legislativas de 2008 el agregado del apoyo del PP y del PSOE ha caído en los sondeos hasta el entorno del cincuenta por ciento: una caída del orden de treinta puntos en cuatro años y medio. El imitar a D. Tancredo parece receta segura para el fracaso y abre la puerta a la helenización del sistema de partidos. Uno ya es mayor para experimentos.

En ese contexto se han puesto sobre el tapete dos propuestas, una parcialmente aplicada ya, que merecen consideración: el retorno al carácter honorario de los cargos de representación y la reducción del número de representantes , en este último caso todavía limitada a electos locales y autonómicos.

La gratuidad de los cargos de representación aparece ligada en nuestra historia a la elección por sufragio restringido por razón de propiedad, el llamado sufragio censitario. La Constitución de 1812, que establecía un sufragio muy amplio, preveía que el diputado sería pagado por su provincia, si era europeo, o por el tesoro, si era americano. Cuando en la década de 1830 se introduce el sufragio censitario el cargo deviene gratuito: solo quienes pueden vivir de lo suyo pueden “hacer política”. No tiene nada de extraño que introducido definitivamente el sufragio universal en 1890 reaparezca la retribución en 1900, retribución que la República fijó en unas doce veces el salario mínimo de la época. La razón de la estrecha conexión entre sufragio universal y sueldo del representante no es nada oscura, como en un ensayo sobre la representación política que ha resistido bien el paso del tiempo escribió Fraga Iribarne, D.Manuel: “La gratuidad sería el silencio de los pobres”.

No pertenece al reino de la casualidad que en aquellas autonomías en las que de entrada el cargo era gratuito y sólo se cobraban dietas, el sistema se abandonó en los años noventa, entre otras razones porque acaba siendo no ya más económico, sino sencillamente más barato pagar sueldo. Uno de los casos el de Castilla-La Mancha, por cierto.

Lo de la reducción no tiene sentido en la mayoría de los Ayuntamientos, porque en los de menos de 5.000 habitantes, que son del orden de las nueve décimas partes, el cargo concejil es gratuito normalmente. En las asambleas legislativas las cosas son distintas. Reducir aquí el número de escaños tiene un efecto directo que no tiene nada que ver con el ahorro ( en el análisis funcional de los presupuestos autonómicos que hace Hacienda la “función directiva” supone del orden del 0,44% del gasto) y mucho que ver con otras cosas.

Desde los estudios de Rae en los setenta sabemos que el factor de mayor impacto en el rendimiento de un sistema electoral es el tamaño. Esto es especialmente importante en los casos en los que la elección no se hace en distrito único, porque conforme más pequeño es el distrito más bajo es el umbral de voto que permite a una minoría electoral alzarse con la mayoría de la representación, y menor es el número de partidos que alcanza escaño.

En nuestro caso contamos desde el comienzo con cuerpos representativos pequeños (si se compara el Congreso con sus equivalentes europeos de población similar se observa que pasan de los 600 escaños el Reino Unido e Italia, tiene 577 Francia y 450 Polonia, el único similar en tamaño a los 350 del Congreso es Suecia 349 escaños… para una población algo mas de un cuarto de la española). Es más, si en lugar de un número fijo se estableciera un escaño por x miles de habitantes ,como hacía la ley electoral republicana: 1/50.000, nos encontraríamos que con la ratio existente para el Congreso en 1977 (algo más de 67.000 habitantes/diputado) en 2011 la cámara debería tener 531 diputados o, en el caso valenciano, manteniendo la relación existente en 1982 las Cortes deberían tener entre 108 y 111 diputados.

Si se deseara un sistema de elección como el inglés convendría tener en cuenta que si aplicamos al caso español la relación diputados/electores de la última elección británica el Congreso constaría de 594 diputados más o menos. Resulta obvio que la reducción conduce a asambleas menos representativas que las actuales, en las que la distancia entre los electores y los electos es necesariamente mayor, aunque eso sí los “partidos de gobierno” tendrían una cuota de escaños mayor... suponiendo que se revirtiera el actual proceso de erosión de sus apoyos, porque ya se sabe que a las urnas las carga el diablo. Se mire por donde se mire muy buena idea no parece. Tal vez por eso se propone.

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