Ruido crudo en tiempos de la ‘milítsia’
El control de aforos impuesto por la alcaldesa Ana Botella arruina el festival Primavera Club
¿Primavera Club, dicen? El lenguaje, sin quererlo, encierra a veces marejadas de sarcasmo. El festival de bandera primaveral se convirtió ayer en metáfora de la realidad matritense: el invierno en los huesos, los ánimos desinflados, las oportunidades por las que, como perfectos idiotas, no sabemos luchar. Mucho rock negro, ruidoso y crudísimo, involuntario símbolo de nuestra moral desangrada. El mundo como un caótico juego de la oca en el que los dados nos condenan a encadenar los soponcios. Y por si nuestras miserias no fueran suficientes, añadamos a la alcaldesa y sus aforos. O de cómo convertir un festival de vocación valiente en un purgatorio del mal rollo.
La Nave de Terneras, a las 19.30, era Territorio Kafka. Los notables Antònia Font se desgañitaban ante un auditorio testimonial de cien personas mientras unos cuantos seguidores escuchaban desde la puerta y hasta cinco policías municipales los vigilaban con gesto receloso. En la Nave 16, que albergaba el escenario principal, a los cacheos habituales se añadía la comprobación de todos los DNI, perteneciesen a jovencitas aniñadas o cincuentones barbudos. “Para cerciorarnos de que los asistentes están identificados”. Y así una vez tras otra, al más puro estilo de la ‘milítsia’ soviética. “Son órdenes”.
En momentos de humor sombrío puede apetecer una dosis de Deerhoof, aunque su ruido colorista no sirviera tanto de revulsivo como de invitación al desconcierto. Imposible escuchar a Satomi Matsuzaki entre esas dos guitarras que no bajaban el nivel de saturación. E insólito que el ruido se mezclara con pasajes contagiosos y hasta funkies’ aunque no necesariamente afinados.
Mark Lanegan, tan de luto riguroso como sus cuatro acompañantes, hizo lo que acostumbra: balancearse aferrado al micrófono, mirar de refilón hacia ninguna parte y suministrar su reciente Blues funeral, por si necesitábamos títulos elocuentes. Su voz de lobo ronco es muy impactante, como el trabajo del espléndido batería. Pero más de uno, pasada la media hora, tuvo que disimular los bostezos.
Richard Bishop y su plácida guitarra acústica constituyó una rareza, con el público despanzurrado en el suelo y entrando y saliendo tras cada canción. Para Swans nos regalaron tapones, y no por mera apariencia: cuando abandonan el modo mantra —largos pasajes de uno o dos acordes—, se jactan de reventarnos los tímpanos. Sin piedad.
Frente a tanto ruidismo se agradeció el aire californiano de Ariel Pink y sus pantalones rosas y grises, aunque el rubiales enturbia, con ecos más bien excéntricos, composiciones que podrían resultar pegadizas. Y así, solo el rock vitamínico y urgente de The Vaccines, al cierre de estas líneas, suministró algo de espíritu positivo. Un premio a la paciencia ejemplar del público, víctima inocente de esta política cultural concebida entre chorros cervicales y bañeras de burbujas.
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