Puccini distinto
Riccardo Chailly mostró el domingo una faceta nueva en la Orquesta del Palau de les Arts: la capacidad para contraponer atmósferas opuestas
Riccardo Chailly mostró el domingo una faceta nueva en la Orquesta del Palau de les Arts: la capacidad para contraponer atmósferas opuestas. Huyendo del Puccini empalagoso y asumiendo, a la vez, el romanticismo de la historia –son recientes declaraciones suyas-, el director milanés utilizó tiempos muy vivos y colores radicalmente distintos en escenas casi encabalgadas. Consiguió así que el amor y la muerte -grandes palabras y emociones trascendentes- se tropezaran, sin solución de continuidad, con los aspectos más callejeros e, incluso, cutres, de la vida cotidiana: un arenque semipodrido para repartir entre varios, por ejemplo. Ni la vida bohemia resultó así tan divertida, ni las grandes tragedias tan excepcionales. Había, posiblemente, tantos tuberculosos como enamorados en el París del siglo XIX. Seguramente, más de lo primero. Chailly hizo que la orquesta lo dejara claro.
Pagó un precio, desde luego. El preciosismo sonoro que –también- vive en Puccini se tambaleó en algún momento. Unas veces por la métrica (en el segundo acto, por ejemplo, tan difícil de ajustar). Y otras porque quizás se requiera un punto menos de stress para disfrutar a gusto los múltiples tesoros ofrecidos por el compositor. La producción, nueva, le vino como un guante a esa lectura. Se ajustó, por otra parte, a la partitura y al libreto, pero sin pizca de caspa: cosa rara. Al igual que Chailly, Davide Livermore no extremó ni la alegría de la bohemia parisina ni los estragos del bacilo de Koch. Parco en medios, utilizó para ambientar proyecciones bien seleccionadas (Van Gogh o Renoir , por ejemplo), y el movimiento de los coros adultos e infantiles, dándole al segundo acto un tono nervioso y agitado que, sin eludir época o situación, escapaba con fortuna del costumbrismo rancio.
Los solistas se enfrentan, en La Bohème, a un reto tremendo. Se trata de una de esas óperas demasiado conocidas, con el subsiguiente peligro del tópico y de las comparaciones. Con todo, tuvimos, como Rodolfo, a un Aquiles Machado –que ya cantó La Bohème en Valencia en 1999- luciendo un instrumento excepcional: mordiente, proyección y, en definitiva, belleza. Cierto es que solucionó con falsete pasajes difíciles (como se hacía antes, por otra parte, sin mayores remordimientos), pero lo hizo sólo cuando ello venía bien a la música. También supo frasear con sabiduría las bellísimas líneas ideadas por Puccini para este personaje. La Mimí de Gal James no disponía de una voz tan excepcional, pero se esforzó en brindar matices, credibilidad y estilo. Estuvo mejor en los actos tercero y cuarto, que no requieren dosis tan altas de terciopelo ni un aliento tan sostenido como las del primero. Cavalletti hizo un Marcello rotundo y muy potente, aunque quizá falto de matices. Mattia Olivieri, del Centro de Perfeccionamiento Plácido Domingo, planteó un Schaunard prometedor. Musetta, como Mimí, estuvo mejor al final que al principio. El resto de solistas, así como los coros, artistas de circo y figurantes, completaron una Bohème valiosa, sobre todo en momentos donde la cultura operística se presenta, tendenciosamente, como un objetivo justificadísimo para los recortes. Los numerosos trabajadores de la ópera valenciana volvieron a escenificar, al principio del espectáculo, su protesta por el ERE que les (y nos) condena a una desaparición paulatina del canto bien hecho. La máquina puesta en marcha parece avanzar, implacablemente, hacia el desierto en que ya vegetó este país cuando no había ópera, malvivía la música sinfónica y los jóvenes, tanto músicos como metalúrgicos, al igual que ahora, tenían que emigrar.
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