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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La estantería

"Va a llevarnos un poco de tiempo", dijo él, "pero montar, la montamos". ¡Y vaya si la montamos!

Según los paleontólogos el entusiasmo de la juventud viene a durar lo que tarda el homo faber en construir su nido. Ya saben, bricolaje, muebles de montar, madera de abeto, estética nórdica de interiores confortables y calles nevadas por donde camina sin recaudo Lisbeth Salander a la caza de los últimos depredadores salvajes. Generación Ikea, para entendernos.

Cuando yo empezaba a pasar de la fase nómada a la sedentaria, la empresa sueca de muebles, modelo del estado del bienestar, todavía no había asentado sus bases en España, así que si querías amueblarte un piso por cuatro duros tenías que ir a comprar las piezas a Portugal. Imagino que todos ustedes habrán pasado en algún momento de su vida por la experiencia de montar una estantería. Yo lo hice unas cuantas veces.

La primera fue en un piso de estudiantes en Santiago de Compostela que pasó a la historia de las batallitas que se cuentan en casa todas las Navidades. Recuerdo que para el montaje no teníamos herramientas y hubo que pedir ayuda al vecino de al lado, un chaval de Lugo que estudiaba para perito agrónomo. Cuando apareció por la puerta con un torno del tamaño de un AK-47, pensé que íbamos a entrar en el Cuartel general de la OTAN.

El chico después de examinar el grosor de las baldas, torció el bigote. Ya la hemos fastidiado, pensé. "Va a llevarnos un poco de tiempo", dijo él, "pero montar, la montamos". ¡Y vaya si la montamos!

Se quitó el jersey, empuñó el taladro y se puso manos a la obra con un entusiasmo loco. Él sudaba la gota gorda, yo me tapaba los oídos y el suelo temblaba como en el terremoto de San Francisco. A mitad de faena tuvimos que pedir refuerzos a unos amigos de filología clásica que llegaron a casa con un equipo completo de carpintería: serruchos, limas y un martillo de proporciones intimidatorias con el que uno de ellos se puso a golpear la estantería como si tuviera la culpa de todos los males de este mundo desde la guerra de Troya.

"De haberlo sabido, hubiera llamado yo a un equipo de artificieros de la armada", me dijo mi padre por teléfono.

A aquellas alturas, como se pueden imaginar, todos los vecinos del edificio se habían presentado alarmados en el rellano, y yo dudaba entre tirarme por el balcón o huir al extranjero.

Aquél fue un estreno de piso por todo lo alto, con media falange rota de un martillazo y la policía acordonando la calle.

Luego pasaron los años, el entusiasmo de la juventud se fue atemperando y el alma acabó fosilizándose bajo la presión de la hipoteca, las tarjetas de crédito y los planes de ahorro y vivienda. O sea, lo que en el lenguaje de los mayores se llamaba sentar la cabeza. El camino de la evolución humana tiene esas cosas y una puede experimentar a su medida todos los estadios por los que pasa cualquier mamífero superior incluyendo a los chimpancés, los orangutanes y los ejecutivos de alto standing.

Pero un buen día resultó que todo eso sobre lo que habíamos cimentado nuestra solvencia como adultos civilizados se hundió en el fango, como se hundieron los Dinosaurios en un pantano del Mesozoico. Lo que viene a demostrar que no hay nada seguro en esta vida, aunque unas cosas son más firmes que otras, desde luego. La estantería de madera, por ejemplo, aguantó la Transición, el comienzo de la democracia, la caída del muro de Berlín, el boom inmobiliario, los veinte tomos de la Historia Universal del Arte, La enciclopedia Británica, el Quijote, Guerra y Paz, y Los hermanos Karamazov, entre otros pesos pesados.

Y ahí sigue, firme y sólida, como un centinela fiel mientras los gobiernos pasan, los hijos crecen, la economía se desmorona y las acciones se las lleva el viento. Ya ven, solo una estantería.

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