Una ruina sin paliativos
Buena parte del descrédito del Consell tiene que ver más con la opacidad y mentiras que ha prodigado desde siempre que con su colapso financiero
Abundar en las angustias económicas que afligen a la Generalitat valenciana podría reputarse de impiedad o sadismo. Todo cuanto se diga y se dice, inevitablemente crítico, es como apalear a un inválido, pues poca o ninguna defensa tiene este Gobierno autonómico para atenuar su responsabilidad en la contribución a la ruina sin paliativos en la que nos ha sumido. Y no tanto por las decisiones equivocadas, cuando no delirantes, como por los silencios y engaños en que se ha empecinado, y en ello sigue. Buena parte de su descrédito tiene que ver más con la opacidad y mentiras que ha prodigado desde siempre que con su colapso financiero, todavía insondable a estas alturas de la crisis. No ha de extrañarnos, pues, que sus cofrades ministeriales de Madrid les tomen por el pito del sereno y se nieguen a subvenir sus urgencias apremiantes en tanto no conozcan de una vez el alcance de su quiebra.
Descrédito hemos dicho tanto en el conjunto de las autonomías como en el de esta comunidad. Por los deméritos heredados, y por los suyos propios, este Gobierno que preside Alberto Fabra proyecta una imagen espectral, algo así como un sucedáneo de Gabinete cuya función se reduce a rellenar el organigrama administrativo, sin poder promover iniciativa alguna por falta de recursos materiales, proyectos y programa. Ni abrir la boca para no meter la pata, como acaba de acontecer con la consejera María José Català al afirmar que "más dinero en educación no garantiza mejores resultados". Quizá los espere prodigiosamente de los recortes en medios y plantillas docentes. Ha sido la tontería de la semana. Permaneciendo, pues, quietos y callados disimulan al menos el estigma de prescindibles y amortizados que les ha decantado la crisis a la par con el fracaso político que comparten.
Una consecuencia lógica de esta ruina económica y descrédito institucional que glosamos es la pérdida del fervor, confianza o buena disposición hacia el régimen autonómico. Por lo que a los valencianos concierne, ha sido un desastre desde que, a partir de 1995, el PP nos gobierna hegemónicamente y pretendió situarnos en el mapa mundial e instalarnos en el Paraíso, como recordaba esta semana el presidente regional de Cruz Roja. Ahora estamos viendo y padeciendo lo que fue capaz de alumbrar una partida de vivales —aliñada de corruptos— en un país de papanatas, en su mayoría cuanto menos. Somos una desdicha con un presente negro y un futuro sombrío. Véanse, si no, nuestras constantes vitales —paro, sanidad, educación, desmanes territoriales y etcétera— y convendrán en que difícilmente podría haberse hecho peor siendo gobernados por funcionarios ajenos y lejanos.
Y como efecto colateral, nos tememos que la desolación y desesperanza que cunden también hayan aguado el siempre vivo europeísmo que alienta por estas tierras. Los mercados y la doña Angela Merkel no nos dan respiro, eso es cierto, pero tanto en punto a la autonomía como a la Unión Europea no es temerario pensar que un día no lejano irrumpa por estos lares un François Hollande y alegre este deprimente y torvo paisaje político. Soñar es barato.
Para concluir, una postdata. ¿A santo de qué las Cortes obsequian a los diputados con ordenadores e iPhone, que algunos pierden, acaso a manos de parientes, amigos o amigas? Eso, por no hablar de otros enjuagues. Valiente despilfarro. “Que el próximo parado sea un diputado”, proclama la pancarta que avisa y no falta en las manis.
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