Veronese reinventa a Chéjov
En ‘Los hijos se han dormido’, versión de ‘La Gaviota’ programada en el Matadero, el drama interior de los personajes se convierte en acción pura
Directa, veloz, con vuelo humorístico y entradas y salidas vodevilescas, esta versión de La gaviota, escrita y dirigida por Daniel Veronese, hace honor al subtítulo del original chejoviano: comedia en cuatro actos. Conforme suele ocurrir con cuantos clásicos de un siglo atrás pone en pie, el director y autor argentino mantiene inalterados el esqueleto de la obra y el carácter de sus protagonistas, pero cambia sus réplicas y reinventa secuencias de acción completas allí donde lo considera oportuno, porque a fecha actual las cosas suceden (y se relatan) de muy otra manera que en 1896. Por ejemplo, a mitad del largo beso con que Nina y Trigorin se despiden, Arkadina aparece por sorpresa, despega a la joven de donde está con un violento tirón de cabellos, hace salir a su amante compartido tomándole del brazo y regresa a escena en un pis pas para abofetearla.
Decía Chéjov que esta obra debe empezar forte y acabar pianissimo. El montaje respeta esa idea, pero la rapidez con que se suceden los acontecimientos y el arrebato con que se pronuncian los personajes en el primero de los cuatro actos parecen apenas un veronesiano ejercicio de estilo. No consigo quitarme la sensación de dejà vu hasta que, al comienzo del segundo acto, Alfonso Lara, que en el papel del orgulloso Schamraev está como pez en el agua, se niega recurrentemente con tozuda verdad a prestarle caballos de tiro a Arkadina. A partir de ahí, los actores de Veronese traducen el célebre “drama interior” chejoviano en acción pura, con convicción sobrada.
LOS HIJOS SE HAN DORMIDO
Versión y dirección: Daniel Veronese, a partir de ‘La Gaviota’, de Chéjov. Intérpretes: Miguel Rellán, Malena Gutiérrez, Malena Alterio, Diego Martín... Matadero. Hasta el 9 de diciembre.
El director pone la carga de la prueba en los intérpretes: la escenografía es accesoria, la iluminación se mantiene invariable, no hay oscuros ni cambios de vestuario que marquen el paso del tiempo y, para acabar de eliminar todo artificio, la luz de sala permanece encendida hasta el final. Susi Sánchez perfila con trazos vigorosísimos la figura de la madre destructiva; Malena Alterio insufla humanidad al difícil papel de la agrisada Masha; el Trigorin de Ginés García Millán exhala un intenso y muy apropiado aroma de flor marchita, y el resto del elenco cumple con eficacia. Veronese modula y pone a favor del espectáculo la bisoñez escénica de Pablo Rivero y la de Marina Salas, que sale suficientemente airosa de una misión imposible a priori: darle crédito, desde su tierna edad, al monólogo último de Nina.
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