Juanjo Estellés nos deja
"Adorada lo mejor de la arquitectura, y ahí entraba a saco sobre los derechos de los ciudadanos sobre sus arquitectos"
Conocí, hace ya muchos años, a Juanjo Estellés por mediación de Manolo Portaceli, pero ya antes lo tenía fichado como elemento imprescindible de nuestra cultura. Y de nuestras conversaciones como de media noche sentaditos ante una mesilla de mármol de café. Al hablar, y sobre todo al escuchar, tenía esa cadencia un tanto lenta de los sordos de vocación o sorderas por devoción, con lo que se producían desfases de la fluidez hasta que Juanjo entraba en serio en algo que de verdad le interesaba, y entonces el torrente de la comunicación era tan desbordante que había que prestar mucha atención para seguir los certeros vericuetos de sus numerosas observaciones.
Porque Juanjo, tal vez siempre tentado de refugiarse en el silencio sobre según qué asuntos de mucho sufrimiento, pasaba de la vocación malsana de ostentar sus muchos méritos, de manera que la conversación con su persona solía arrancar con una cadena de monosílabos hasta que el maestro comenzaba a orientarse sobre la catadura de su interlocutor. Y entonces se soltaba de lengua. Algo tímido más que huraño, tenía su historia por detrás, aunque jamás dejó de hablar con una esperanza acaso excesiva de que lo que nos deparaba el futuro sería excitante todavía.
Es curioso que rara vez habláramos de arquitectura, salvo quizás en una entrevista para este periódico que le hice al alimón con Portaceli, y de la que me parece que, por mi torpeza, lo mejor eran las fotos de Jesús Ciscar. Le costaba hablar de sus cosas, que tendía a considerar como avatares más o menos casuales de una trayectoria muy enrevesada, pero adorada lo mejor de la arquitectura, y ahí sí que entraba a saco sobre los derechos de los ciudadanos sobre sus arquitectos. Adoraba a los canteros y el material sobre el que trabajaban, la piedra desnuda, con una devoción casi mística y una reivindicación del oficio como regla de conducta. Sin ir más lejos, una noche de paseo me enseñó, ante la fachada de La Lonja, una inscripción labrada que dice: 1793. Se tomó Orán. Para mi fortuna, no fue lo único que me enseñó, aunque él, como en otro mundo de más enjundia, no se apercibiera.
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