Ladrones
La crisis ha despertado la venerable tradición del mito del buen bandido, el recuerdo de seres amables y equitativos
La cosa se presenta cruda de veras: nos acabamos de enterar de que la Coordinadora de Asociaciones de Agricultores y Ganaderos ha puesto el grito en el cielo ante el aumento de sustracciones indiscriminadas en los campos de labor de la provincia de Sevilla. Aprovechando la noche, hay forajidos que saltan las alambradas y se dedican a llevarse lo primero que encuentran: no sólo las chirimoyas aún sin aclarar que penden de las ramas, sino aperos, fragmentos de maquinaria, y, como les dejen, los mismos terrones sucios que alfombran las raíces. Lo cual recuerda inevitablemente a esas novelas americanas de los años veinte del siglo pasado, en que arrastrados por la depresión pobres vagabundos erraban por los baldíos, arrancando jaramagos y masticando semillas con las que engañar el hambre. Pero hay más: el alcalde de Sevilla se ha visto obligado a contratar seguridad privada con el fin de proteger el cementerio municipal de los amigos de lo ajeno. Actos vandálicos, los llama él, pero yo puedo imaginarme de qué se trata: sombras que escalan la tapia en la madrugada y pululan entre las lápidas, atentas a llevarse en el morral todo aquello que pueda cambiarse, venderse, traficarse, convertirse en papelitos malvas, azules y amarillos.
Y vuelve la literatura; va a resultar que los ladrones de cadáveres y desvalijadores de mausoleos han abandonado las páginas de Bierce y Stevenson para mudarse al solar de al lado. Ahora sí que no cabe duda de que la crisis viene de frente y embiste en serio: ahora que sabemos que nadie tiene derecho a pudrirse en paz, bajo el traje de su boda o los zapatos que no se usarán para caminar sobre la tierra. Después de todo, dichosos los cadáveres porque ellos sí que han tocado fondo.
Una situación de carestía como la que vivimos, como la que ciertas familias padecen, obliga a acciones drásticas. Si recursos tan extremos como apropiarse de rastrillos oxidados o de las letras de bronce de un muerto se han generalizado, es porque existe gente, viva, que no puede prescindir de ellos para seguir adelante. Otros, entre los que se cuentan políticos, restan importancia a estos extremos y acaban más o menos por reconocer que si la última solución es el robo habrá que apechugar con ella, por desagradable que resulte.
Es más, algunos a quienes todos tenemos en la cabeza se han puesto al frente de los piquetes de descontentos y proponen arramblar con los supermercados y presionar a las sucursales bancarias para que aflojen los cerrojos de las cajas fuertes. El mito del buen bandido cuenta con una venerable tradición y despierta automáticamente en nosotros el recuerdo de seres amables y equitativos: Robin Hood repartiendo su oro entre las chinches, Curro Jiménez enfrentándose al yugo del señorito gabacho. El buen bandido recibe la aclamación popular cuando su rival, ese monstruo anónimo llamado Estado, no sólo carece de capacidad para velar por las necesidades de sus súbditos, sino que legisla abiertamente en contra de ellos. El problema surge cuando hay que saber qué bandido es bueno y por qué. Desvalijar supermercados parece correcto, lo de las palas y los arados ya algo menos, lo de los pobres ataúdes levanta muecas de recelo: y sin embargo, los tres actos pueden venir motivados por la misma angustia, por la misma escasez de recursos, por el mismo trozo de pan.
Digo con todo esto que hay que tener mucho cuidado cuando se enaltecen actos de rebeldía como quitarle al vecino el sayo para vestir al de al lado. Él puede tener tres y yo ninguno, pero debe existir alguna instancia superior que dirima de algún modo quién necesita qué y quién puede dárselo. Para eso, antes de todo este guirigay, existían cosas como los gobiernos y los tribunales, ahora claramente en decadencia: y eso porque la palabra y el papel pueden hacer historia, seguro, pero no se mastican ni alimentan mucho.
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