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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La rara

Escribí una vez que la juventud, en contra de lo que se dice, es la edad más seria de la vida, pero otras observaciones me llevan a confirmar también la tesis formulada por el doctor Juan Ignacio Pérez Iglesias: aquella de que la juventud es también la edad más conservadora. Pérez Iglesias hizo esta declaración, con tono provocador, en sus tiempos de rector de la UPV/EHU, ante la numantina resistencia que oponía el alumnado a cualquier cambio en el sistema de docencia y en la oferta de títulos. No es cuestión de entrar en aquel debate, felizmente resuelto, pero sí confirmar que, sin duda, la juventud es la edad vital, y el estado mental, más conservador de la existencia.

La necesidad de integrarse en el grupo, la aceptación por los iguales y, por tanto, la sumisión a sus reglas, es más apremiante en la juventud que en cualquier otra edad. Esa hambre de aceptación no se refiere a jerarquías externas, claro, pero sí a las leyes del grupo, a su sistema de valores, a su modo de ver la vida, a su forma de expresarse y de vestir. Nadie necesita de forma tan radical y desesperada formar parte de un grupo, nadie lucha tanto por encajar en él y nadie se prohíbe a sí mismo, con tanta intensidad, cualquier forma de disidencia.

Los jóvenes, además de ser en el fondo muy serios, infinitamente más serios que los niños y no digamos ya que los viejos (los cuales han tenido tiempo de reírse de casi todo) son también los más necesitados de una integración grupal. Es más, la disidencia que puede mostrar un joven frente a cualquier sistema de valores parte de la radical sumisión a aquel sistema en que se encuadra. La historia ofrece, a esos efectos, dolorosas enseñanzas: toda ideología, doctrina o religión dotada de un poco de cinismo y un mucho de habilidad, puede convertir una partida de jóvenes en pura carne de cañón.

La falta de escrúpulos con que la izquierda abertzale ha manejado a su propia juventud, a la que ha inmolado fríamente durante más de cuarenta años, es solo un caso más de esa utilización perversa, miserable, de jóvenes decididos a conseguir la aceptación y el reconocimiento de “el sistema”, de “su sistema”.

Esta observación nacía de la contemplación el otro día de un grupo de chicas adolescentes: iban, como casi siempre, literalmente uniformadas. No solo lucían todas los mismos shorts, tan de moda esta temporada, sino también la misma camisa blanca e incluso el mismo bolso en bandolera. Pero entre ellas llamaba la atención una chica distinta, la rara, la que llevaba pantalón largo y camisa de otro color; la única, además, que no llevaba bolso. La fuerza psicológica de aquella lolita, ajena a la presión del grupo, no era distinta a la de un verdadero disidente. Y después pensé, con melancolía, que algún muchacho debería darse cuenta de que, en medio de aquel grupo de vestales uniformadas, era ella, sin duda, la chica que merecía la pena.

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