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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Después de la gran ola

La marea humana de la Diada, compuesta básicamente por conversos, ha abierto la puerta a la política con mayúscula

A la intención de quienes tratan de minimizar la envergadura del 11-S barcelonés de 2012, vayan por delante un recordatorio y una reflexión. El primero: movilizando en el mejor de los casos 50 o 100 veces menos gente, el Movimiento 15-M mereció una colosal atención mediática y se ha creído con fuerzas para impugnar de arriba abajo todo el sistema político vigente (ley electoral, representatividad de partidos e instituciones, etcétera). La segunda: si un día las centrales sindicales lograsen poner en la calle a la cantidad de gente que se manifestó el pasado martes en Barcelona, ¿qué no se sentirían legitimadas para exigir al día siguiente?

Absurdos debates cuantitativos al margen, uno de los rasgos más relevantes de la marea humana que sumergió la capital catalana es que estaba formada básicamente por conversos. Solo unos pocos miles de manifestantes podían vanagloriarse de ser independentistas-de-toda-la-vida: aquellos que, tres décadas atrás, acudían cada 11 de septiembre al Fossar de les Moreres a armar bulla, entre el friquismo y la mala imitación de Batasuna; o aquellos otros, no mucho más numerosos, que militaban en Esquerra Republicana cuando, hace 20 años, Àngel Colom puso la independencia en la brújula del histórico partido.

A todos los demás —a los miles y miles de familias biempensantes ajenas a cualquier radicalismo, a la mesocracia de comarcas, a los ciudadanos castellanohablantes presentes en gran número…— lo que les indujo a empuñar el otro día la estelada fue el efecto acumulativo de los desplantes chulescos de Aznar, del cepillo de Alfonso Guerra y los engaños de Zapatero, del trío de la Maestranza y sus colegas pasándose por el forro la voluntad democrática de los catalanes, de los reiterados exabruptos de Fernández Vara, Monago, Feijoo, Sanz Alonso y compañía, de los amagos de boicot y los discursos catalanofóbicos… En suma, lo que llenó las calles el martes fue el hartazgo de ser los cornudos y apaleados del Estado de las autonomías, un hartazgo que la coyuntura económico-social sin duda ha agudizado. Mal que le cueste admitirlo, la España política y mediática ha sido, a lo largo de los últimos dos lustros, una formidable fábrica de independentistas catalanes: el pasado día 11 se recogió la producción.

Digan lo que digan los conspiranoicos habituales, pues, la actual eclosión independentista es un fenómeno socio-cultural de base que actúa de abajo arriba y que ha sorprendido y desbordado a los partidos. Sin excepción: incluso a aquellos más afines a la demanda secesionista. Con todo, unos se mueven con mayor destreza que otros en el entorno de la gran ola. Iniciativa Verds, sin dejar de denunciar cada día los recortes y las políticas neoliberales, la surfea con considerable habilidad. Naturalmente, Esquerra y Solidaritat tratan de guiarla o intentan que lo parezca, y confían en extraer de ella petróleo electoral. Unió —o sea, Duran— especuló tanto con la postura a adoptar, que terminó descoyuntado (y no lo digo por su menisco roto). Convergència y el presidente Mas, que tienen de largo la papeleta más difícil, guardan por ahora un sutil equilibrio entre la dignidad política, la responsabilidad institucional y la sensibilidad al clamor de la calle.

El PP catalán, por su parte, ha comenzado a desplegar el previsible discurso del miedo y la poco democrática apelación a la “mayoría silenciosa”, sin el menor atisbo de autocrítica o reflexión sobre por qué se ha llegado a este 11-S, ni otra respuesta política que la porra constitucional. Pero lo más triste es la postura del vértice del PSC: ausente de la manifestación sin osar descalificarla, asustado, desnortado ante la amplitud y la transversalidad del fenómeno, agarrándose cual náufrago al podrido tablón federalista… Menos mal que los Ros, Geli, Tura y Maragall salvaron para la historia la imagen de un socialismo catalanista.

Dicho todo ello, permítanme un apunte final, a desarrollar tal vez otro día: no creo en las manifestaciones milagro. Lo del martes no resolvió nada, pero abrió las puertas a hacer política con mayúsculas.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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