Fígaro, después de la revolución
Ödön von Horváth y la compañía Rojo y Negro cuentan con brío, elocuencia y sentido del humor las peripecias del personaje de Beaumarchais en la Europa de entreguerras.
¿Qué fue de Fígaro, ex barbero al servicio del conde Almaviva, después de la revolución francesa, que se prefigura claramente en su monólogo de Las bodas de Fígaro? Podría haberse quedado con los ganadores, pero Ödön von Horváth, autor de El divorcio de Fígaro, nos lo presenta atravesando la frontera junto a los condes y a su amada Susana, movido por la fidelidad, aunque amos y criados estén destinados a separarse pronto: viendo que Almaviva no acepta que el Antiguo Régimen se hundió para siempre, sus sirvientes lo abandonan para abrir una barbería.
En esta tragicomedia de 1937, Von Horváth, que vivió a caballo entre media docena de ciudades del antiguo Imperio Austrohúngaro antes de establecerse en Berlín, refleja la agitación revolucionaria de la Europa de entreguerras y el ascenso del régimen nazi, que le colocó en el registro de artistas degenerados y prohibió sus obras.
EL DIVORCIO DE FÍGARO
Autor: Ödön von Horváth. Versión y dirección: Alfonso Lara. Intérpretes: Inma Isla, Juan Antonio Molina, Micaela Quesada, Manuel Brun, David Sánchez, Raquel Guerrero y Alfonso Lara. Teatro Triángulo. Del 8 al 30 de septiembre.
El divorcio de Fígaro traslada siglo y medio más tarde a los protagonistas de la comedia de Beaumarchais: ahora, el criado optimista, superviviente nato, se ha convertido en un hombre desencantado y calculador, que se niega a traer hijos al mundo porque barrunta lo que les aguarda, y Susana, deseosa de ellos, decide abandonarle.
Horváth pone a sus personajes en una encrucijada moral, política y sentimental que el equipo de Alfonso Lara, director de esta puesta en escena e intérprete proteico del protagonista, simboliza con un gran círculo pintado en el suelo, en cuyo centro un sillón de barbero evoca el del juez Azdak en El círculo de tiza caucasiano. Allí se suceden las crisis de la pareja inmigrante, sus desencuentros con la pequeñísima burguesía a la que aborrecen, sus jornadas de esclavitud laboral y su arrebatada reconciliación. En este montaje sintético (siete actores interpretan eficazmente a 23 personajes) las peripecias del exilio están contadas con brío, elocuencia y sentido del humor. Quizá por el esfuerzo colosal que para una compañía modesta supone abordar una obra digna del Centro Dramático Nacional, la parte última, de vuelta al país de origen, acusa una evidente pérdida de tempo y de ritmo, que se recuperan al final, sobre todo con la escena broche donde Susana le lee a Fígaro en voz alta esa carta donde le dice con crudeza lo contrario de lo que siente, para desmentirlo enseguida con un fogoso beso.
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