El niño infeliz
“Maravillose un portugués de que todos los niños en Francia supieran hablar francés”. En los tiempos de ese ripio tan famoso, con el que aquella escuela equiparaba la poesía, —luego si demostrabas actitud te enseñaban a Espronceda y su pirata, y llegado el caso a Gustavo Aldfolfo Bécquer—, en aquellos tiempos, digo, todos muchos, muchísimos niños eran infelices por un asunto más concreto, tangible y generalmente fungible: tener un balón. Un balón de reglamento. Nada de trapos ni balones de Nivea. Ni de goma. Un balón en condiciones. De reglamento. Muchos, muchísimos de ellos nunca lo tuvieron y por eso muchas veces no jugaban al fútbol en el patio, porque el dueño del balón elegía a amigos y enemigos, y metía todos los goles, y decía cuando había finalizado el partido.
Pasado el tiempo, hay un niño en España que está triste. Que mete todos los goles, pero le asoman lágrimas secas, que pone muecas de abatimiento, que le dice al público como si fuera su madre, que está triste, que le duele el alma, que no se siente querido, que no se siente apoyado, que vive sin vivir en sí, como Santa Teresa, que es un alma incomprendida.
El niño infeliz esconde un alma triste bajo un traje de Armani, en los asientos de un Porsche o de un Mercedes, o de un Masserati, el que se le ocurre cada día. El niño infeliz desayuna con diamantes, a veces con su hermosísima mujer, de las oficialmente más bellas del planeta, y mea colonia y caga flores y se baña en bañeras con nenúfares. El niño infeliz es un rey, un príncipe, un emperador, la gente se mata por rozarle los puños de la camisa. La gente mata por hacerse una foto con él. La gente tiene orgasmos cuando el niño infeliz consigue un gol en el recreo de cada semana. Se cuenta que lo del cipote de Archidona de Camilo José Cela es una menudencia respecto a los orgasmos populares que desata el niño infeliz.
Pero el niño rey está triste., ¿qué le pasa al niño rey? Pues le pasa que es un niño muy alto, muy fuerte, muy guapo, muy rico y sigue soñando con un balón de reglamento. Y claro, para el reglamento es que el suyo debe ser un balón de oro, no un balón cualquiera. Y el niño sufre. El infeliz no vive. Y no celebra sus éxitos. Y se retuerce de dolor porque los compañeros no le dicen lo bueno, lo alto, lo fuerte, lo guapo y lo rico que es. El niño infeliz no es desde luego el niño yuntero al que cantó Miguel Hernández (que estaba prohibido en las escuelas) ni se alimentó de cebolla. El niño infeliz es un farsante de tomo y lomo.
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