La anarquía de los colores
Fernando Biderbost reflexiona sobre el “vicio pegajoso de la pintura” tras las dos exposiciones que ha celebrado en México
Autodidacto, anárquico y carente de sentido comercial, pero con una sensibilidad única para el color. Son muchas las cosas que se han dicho sobre el pintor Fernando Biderbost (Bilbao, 1955), aunque él pasa bastante. Nunca ha tenido una galería fija para vender su obra, con el argumento de que así se centra mejor en ese “vicio pegajoso de la pintura”. Quienes le conocen saben que suele estar en su taller, su “museo canalla”.
Sin embargo, entre mayo y junio pasados la puerta de aquel, siempre entreabierta, permaneció con la persiana echada. Biderbost había cruzado el charco para exponer en la Casa Galería, de México DF, y luego en el Ateneo Español.
“Parece que tengo México para rato”, dice. Regresó fascinado de un país que ha influido mucho en su pintura, desde las civilizaciones precolombinas al cine de Buñuel. “También he mamado mucho de los pintores surrealistas”, cuenta con cierta apatía. Se nota que le cuesta hablar de sí mismo, y más aún, venderse.
“El proceso de creación suele ser una experiencia traumática”, asegura el artista
No le gusta que le definan, si bien reconoce que “el estilo se posee aunque se aborrezca”. Pero cuando pinta no hace caso a nada más, ni a la historia del arte, ni a los críticos, ni a sí mismo. Confiesa que no soporta a los autores conceptuales que “van de modernos con sed de púlpito”.
A su entender, la pintura “no tiene una pulsión literaria y explicarla es el fracaso”. De ahí que no ponga título a sus obras. Le parece que es “poner un cepo al cuadro”.
Biderbost comenzó a pintar en los setenta. “Era el despertar de la conciencia nacional y social del país. La represión de aquella época fue un estímulo, pero también un condicionante”, rememora. De sus inicios recuerda especialmente al grupo de pintores El Desván y la galería Grises, que dirigía José Luis Merino. “Fueron el referente en Bilbao de la cultura que luchaba por asomar la cabeza en un páramo infectado de guillotinas”, incide.
Se encierra en su taller para pintar en soledad un mínimo de ocho horas diarias
Su estudio es todo un espectáculo. Acumula piezas, “encontradas o buscadas”, colocadas a modo de instalación gigante. Hay cierto orden compulsivo en el aparente caos que reina en las abarrotadas paredes e incluso en el techo: “Son producto de mi sentido fetichista por el objeto. Hay cosas que me llaman la atención e instintivamente las integro en el taller”. Parece que vale cualquiera, pero tras cada una existe una historia.
En ese taller se encierra para trabajar en soledad un mínimo de ocho horas diarias. “El proceso de creación suele ser una experiencia traumática, una improvisación lenta con un destino siempre desconocido. Me fijo solo en el resultado”, asevera.
Niega ser autodidacto como dicen algunos, porque de todo se termina aprendiendo: “Si vas a la National Gallery seguro que aprendes, yo me fasciné, pero también puedes aprender de un escupitajo de la calle o mirando a las grietas de las paredes”.
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