La asesina del tambor de detergente
Raptó a la hija de su amiga por envidia y luego fue la primera en dar el pésame
Esta historia comienza el 16 de abril de 1981 en el pueblo de Canovelles, una población situada justo al lado de Granollers. Ese día, un atribulado matrimonio de la calle de la Riera denunciaba la desaparición de su hija pequeña —Ana María Puerto—, de 11 meses, a quien unos desconocidos habían secuestrado en su propio hogar. Se daba la circunstancia que a los Puerto les acababan de tocar 18 millones de pesetas en la lotería, y todo el mundo supuso que el crimen había sido efectuado por una banda de delincuentes a fin de hacerse con el dinero. Efectivamente, poco después recibían una primera carta anónima donde reclamaban 12 millones de pesetas a cambio de devolver a la niña.
Con un inicio así, este caso bien podría formar parte de aquellas maravillosas crónicas policiacas que narraba el maestro Martí Gómez desde su mesa en el bar La Oficina. Desde el primer momento, tanto la policía como la Guardia Civil comenzaron sus investigaciones interrogando a delincuentes relacionados con este tipo de delitos. Pero en el mundo del hampa nadie tenía la menor idea de la suerte corrida por la niña Ana María. Los distintos cuerpos de seguridad montaron un gran operativo, cada uno por su cuenta, sin obtener resultado alguno. Solo un análisis más profundo del entorno y del vecindario de la víctima llevó a una resolución que dejó atónita a la opinión pública. El 13 de julio de ese mismo año estallaba la noticia. Los agentes del orden no habían descubierto nada porque habían mirado en el sitio equivocado. Ni se trataba de malhechores habituales, ni el móvil del crimen era económico, ni Ana María seguía viva. Todas las pistas conducían hasta Luisa Conill, de 32 años, una vecina y amiga de los Puerto que regentaba una librería y papelería, con fama en el barrio de gustarle mucho los niños, a los que frecuentemente hacía regalos. Llevada a comisaría, la detenida no tardó en confesar un asesinato que sería conocido como el caso del tambor de detergente.
Luisa, con fama en el barrio de gustarle mucho los niños, regentaba una librería
Según pudo saberse, el 16 de abril Luisa había accedido al domicilio de los Puerto con la intención de llevarse a la niña consigo. Los investigadores la describían como una mujer de escasa preparación intelectual y un trauma relacionado con la infancia. Abandonada por su madre al nacer en una iglesia de Mollet del Vallès, pasó sus primeros años en un orfanato, para ser posteriormente adoptada por una familia muy católica con la que no fue feliz. Casada joven para escapar de aquella casa y madre de dos hijos, deseaba con todas sus fuerzas tener una hija. Y aquella era la ocasión que llevaba esperando desde hacía tanto tiempo.
Por lo visto, el detonante del crimen fue la envidia, al enterarse de que su amiga —la señora Puerto— había dado a luz a una niña y le había tocado la lotería en un corto espacio de tiempo. Creyendo poder repartir más equitativamente aquellos dones, decidió hacerse con una hija propia a la que cuidar y se llevó a la dormida Ana María a su domicilio. Pero cuando esta despertó, se puso a llorar desconsoladamente. Incapaz de hacerla callar, le tapó la boca con una madeja de lana y la escondió dentro de un armario. Al día siguiente comprobó con horror que estaba muerta. Llevada por el miedo, metió el amoratado cuerpo de la niña en una bolsa de plástico y depositó el cadáver dentro de un tambor de detergente, en un rincón del garaje. A fin de desviar la atención, escribió las cartas de rescate que envío a los padres, llegando a confeccionar un fotomontaje de la niña para intentar hacerles creer que aún seguía viva. Con total desfachatez, fue una de las primeras personas en darles el pésame.
Como a los padres de la niña les tocó la lotería, se pensó en un secuestro con móvil económico
Aquel suceso tuvo una gran resonancia en la sociedad de la época. Luisa era una mezcla de inocente enajenada y despiadada criminal que la prensa acogió con estupor. La tardanza en la resolución del caso llevó a un enfrentamiento entre las distintas policías que habían contribuido a su esclarecimiento, obligando a dimitir al gobernador civil de Barcelona. Por su parte, Luisa denunció haber sufrido malos tratos en las dependencias policiales, que fueron descartados, por falta de pruebas, durante el juicio. Ante el unánime clamor popular, el tribunal la condenó a 37 años y un día de prisión por los delitos de secuestro y asesinato. Como broma macabra, años después sería destinada a la guardería infantil de la cárcel para mujeres de Wad-Ras, donde estuvo cuidando a los hijos de las otras presas. Quién sabe si en ese momento no se sentiría aliviada, pues justo allí había encontrado nuevos niños a los que cuidar.
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