Don Giovanni se ahoga en su propio mito
Carlos Álvarez, totalmente recuperado, triunfa en Peralada con el burlador sevillano en un discutible montaje
Dos noticias principales hay que reseñar de este Don Giovanni estrenado en Peralada (Girona). Una buena y otra mala. La buena es el completo restablecimiento de Carlos Álvarez, que, tras los problemas de salud vocal de hace un año, ha vuelto a afrontar con éxito uno de esos grandes papeles para barítono que no conceden tregua: el inmortal Don Giovanni creado por Mozart. La noticia mala, como no podía ser de otro modo, cae de la parte de la dirección escénica: el alemán Roland Schwab quiere escarbar tan a fondo en el mito de Don Juan, pretende comunicarnos tal cantidad de descubrimientos en los que supuestamente nadie había reparado antes, que acaba por hacerse un lío monumental.
Por partes. Musicalmente, este Don Giovanni prácticamente es sin mácula. La preciosa voz de Álvarez da vida a un seductor más lírico que dramático, más de intención que de fuerza bruta, más de seducción trabajada en detalle que de conquista arrolladora sin posibilidad de réplica. Sí, habemus un Don Giovanni español, sin complejos: inteligente, de espléndido fraseo por el que el texto circula con cautivadora transparencia.
A partir del acierto en el rôl-titre cabe hablar de todo un reparto de lujo. El británico Robert Gleadow da la réplica a Álvarez con un no menos notable Leporello que se impone –él sí, en cuanto personaje más tosco- por pura fuerza expresiva. Y si en algún momento no puede desplegar mejor su honda musicalidad, ello se debe a la altísima exigencia escénica impuesta por la dirección actoral. No menores elogios cabe dedicar a la Donna Anna de Patrizia Ciofi, de rotunda vocalidad que no descompone la línea en ningún momento. Acabó acaso algo cansada Ana María Martínez, pero es que su Donna Elvira se vació casi por completo en el primer acto, sirviendo con pundonor y buen criterio al dramatismo del personaje. Bien también el Masetto del croata Marko Mimica, vitalista y poderoso. Algo desconcertante, pero de nuevo por motivos de los que no sería justo responsabilizarla a ella, la Zerlina de la eslovaca Jana Kurucová: en el aria del bálsamo, cuando con picardía le pide a Masetto que le toque el pecho, es cuando a más distancia la mantiene la dirección escénica. Pequeña voz, aunque no exenta de gusto, la de Philippe Talbot, al que por arte de birlibirloque se le ha suprimido el aria Il mio tesoro. Vibrante, con tiempos acelerados que en algún momento llevan al descuadre, aunque tampoco facilita la concertación la posición de los intérpretes, a menudo demasiado alejados unos de otros, la dirección musical de Guillermo García Calvo.
Y vamos ya con Schwab. Vale que quiera incidir en el mito sádico de Don Juan, más que en el desinhibido personaje operístico; vale que le desdoble en 25 actores más, para significar los muchas caras del burlador, en el fondo siempre la misma; vale que sobreviva a su propia condena (incluso al precio de suprimir el sexteto final), porque esa condena es precisamente la de no poder dejar de ser nunca un seductor, asqueado de su propia naturaleza violenta. Pero ¿hace falta complicar todo eso con el golf? Sí, el golf, lo han leído bien. Don Giovanni lleva un palo para practicarlo y va dejando cartas numeradas sobre la escena como para marcar los hoyos. ¿A qué viene eso? Porque nos negamos a aceptar, por demasiado burda, la metáfora de la pelotita entrando en el agujero… O tal vez no, tal vez deberíamos aceptarla, visto que Schwab se permite hacer hacer posturitas eróticas, con sobe de salva sea la parte e histérico movimiento pélvico, a sus 25 replicantes, mientras Leporello canta Il catalogo. “Caca, cagao, culo”, diría el príncipe destronado de Delibes. Ansia de meter demasiadas cosas, de épater les bourgeoises, como si aún existieran burgueses por escandalizar (el público de Peralada aplaudió fríamente). En su descargo hay que decir, no obstante, que los intérpretes defienden con convencimiento el radical planteamiento escénico: señal de que al menos a ellos les ha convencido.
Ahora bien, lo más imperdonable de todo es que no aparezca por ningún lado ni una pizca de humor. Francamente, señor Schwab, no están las cosas para que nadie nos birle el poco humor que nos va quedando a todos.
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