Los honorarios de Calatrava
En su libro Arquitectura milagrosa. Llàtzer Moix deduce, a partir de las entrevistas con dirigentes de la administración valenciana, que en la peculiar relación entre dicha administración y Santiago Calatrava, los papeles se invierten: es el técnico quien decide y propone lo que hay que hacer, y la administración es la que se va plegando a sus propuestas y condiciones.
Cómo se ha podido llegar a semejante situación de despropósito solo se puede explicar, en parte, por el papanatismo provinciano de algunos de nuestros dirigentes y por la fascinación que las grandes obras han ejercido siempre sobre los gobernantes de todos los colores –también sobre el ciudadano medio y no tan medio- apresurados a magnificar sus efectos positivos y ocultar o maquillar sus costes.
Pero también al desprestigio en que ha caído, víctima de la corriente neoliberal, el planeamiento urbanístico, en otro tiempo marco de referencia de la racionalidad en la construcción de la ciudad. Ninguno de los eventos ruinosos que hemos tenido que soportar –y que requerían transformaciones físicas de la ciudad – tenían el aval del Plan General vigente ni respondían a un esquema válido para generar ámbitos urbanos socialmente beneficiosos: la ciudad de las costosas ocurrencias contra la ciudad democrática.
Calatrava hizo en Valencia lo que el ayuntamiento y la Generalitat le consintieron, sin que en ningún momento el arquitecto de Benimàmet mostrara reparos profesionales para decir basta, en un proceso de concentración abusiva de equipamientos sin contenido, amontonados sin más pretensión que provocar el espectáculo acrítico. Y todo ello, en una ciudad –que le nombró hijo predilecto en 2007- tan necesitada de proyectos modestos, de pequeña escala, socialmente rentable.
Convendría saber, ya que se han abierto por fin parte de los expedientes, a qué obligaban los contratos, en este caso celebrados –la ley lo permite, los gobiernos abusan- sin concurso y sin límites regulados en la fijación de honorarios. Aquí se ve claramente que el autor imponía unas cuotas muy elevadas, por más que recientemente su despacho las haya calificado, sin miramientos, de modestas: 100 millones de euros, solamente en el conjunto denominado Ciudad de las Artes y las Ciencias ("¿Alguien se pregunta por lo que costó la Lonja en su día?" replica el propio Calatrava). Las obras han costado 1.200 millones, cuadruplicando el presupuesto inicial sin que al parecer la Administración planteara demasiados reproches.
Así que, dada la magnitud de las cifras, es lícito preguntarse cuáles eran los compromisos contractuales por parte del autor, tanto en el proyecto como en la dirección de las obras.
¿Eran proyectos de ejecución –es decir, construibles, con todos los elementos definidos, calculados y presupuestados- o se trataba más bien de anteproyectos que serían posteriormente desarrollados? ¿Y cómo se controló la construcción de un conjunto de obras tan complejas?
Ambos objetivos –un buen proyecto y un cuidado control- resultan determinantes a la hora de evitar las desviaciones entre los presupuestos iniciales y la factura final. Los casos que han salido a la luz (el doble en el último puente) llevan a suponer que las cosas dejan bastante que desear, y no resulta descabellado sospechar que la indefinición de algunos aspectos del proyecto ha generado muchos de los sobrecostes y problemas técnicos acaecidos una vez finalizadas las obras. Sorprende, por ejemplo, el hecho de que la joya de la corona, el Palau de les Arts (90 millones de presupuesto inicial, 400 millones de coste final), se inundara en octubre de 2007 por unas lluvias previsibles (“Ocurrió una catástrofe natural, porque llovió muchísimo en Valencia" dijo el autor en su momento) que produjeron, según CACSA, unos daños valorados en 16,5 millones de euros.
En un documental sobre la polémica torre retorcida de Malmö –un proyecto cooperativo de viviendas y oficinas con constantes conflictos de este tipo- aparecen esclarecedoras opiniones del autor sobre su manera de entender el trabajo.
Si por fin se clarifica un proceso que tanta repercusión ha tenido –y mantiene- sobre nuestras finanzas y sobre el desarrollo de la ciudad, convendría abrir el debate sobre el futuro de esas instalaciones que, no olvidemos, siguen emitiendo importantes facturas de mantenimiento, una hipoteca parecida a la sangrante F-1. La historia de algunas ciudades contemporáneas ofrece magníficos ejemplos sobre cómo convertir y recualificar edificios y áreas urbanas en lugares de intensa actividad para beneficio social.
De nuevo, habrá que volver a la planificación participada –por cierto, ¿qué se sabe de la revisión del Plan General de nuestra capital iniciada en 2008?- para evitar improvisaciones que al final pagamos en forma de deuda, recortes y paro.
Joan Olmos, ingeniero de Caminos
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