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OPINIÓN

La materia

Los hombres de la Iglesia son proclives a juzgar lo mundano; los de ciencia quieren estar cerca de Dios

Entre los vítores por la gesta, entre los indicios de ruina, un nuevo descubrimiento atómico hace temblar los cimientos del espíritu. El bosón de Higgs es como un pozo sin fondo pero un argumento precioso para explicar lo inexplicable: cómo se armó todo esto que aparentemente es sólido pero que ciertamente a lo mejor es un sueño de partículas elementales, cómo se armó la corteza que pisamos, el sueño del universo, la memoria del Creador. El tal Higgs y su pesado bosón andaban detrás de una esquiva partícula que los físicos tienen entre ceja y ceja, porque debe ser como el Aleph que todo lo contiene o la caja negra que atesora en tan diminuta masa el alma de todo el universo, el recuerdo intacto de la explosión primordial.

No sé qué dirá Ratzinger de tanta partícula esquiva ahora que ha cambiado de mayordomo y algunos amenazan con airear algunos secretillos de la misma Iglesia que condenó a Galileo. No sé de qué forma se va a revivir otra controversia entre ciencia y espíritu toda vez que se observa a los hombres de la Iglesia más proclives cada vez a juzgar las cosas más mundanas y a los de la ciencia cada vez más ufanos de estar cerca del Creador de los planetas.

Tan increíble como la partícula resulta ser toparse con el Codice Calixtinus en un garaje del Milladoiro, en las cercanías de Compostela, ni a dos leguas de la Catedral, lo que demuestra que las cosas no son como parecen ser ni comulgan con la misa diaria de la creencia generalizada. Ser y apariencia. El bosón de Higgs y el Códice de Calixto son dos descubrimientos que hablan al mismo tiempo del espíritu y de la materia, ya sea aquella apergaminada del bello tesoro bibliófilo o aquella segunda más esquiva de la partícula que parece huir como un jedi por el espacio.

No hay un chavo para la ciencia y Ginebra, donde está enterrado Jorge Luis Borges al que tanto le gustaría versar el tema, alumbra desde el túnel un nuevo hallazgo que conmociona a los devotos por igual que a los paganos. Y uno se imagina a todos subidos en la gran montaña rusa, en el gigantesco tobogán que nunca acaba de deslizarse del todo en este parque infantil que el ser humano dedica a la ciencia y astrofísica, a la cirugía de cara y a la selección española a falta de milagros contantes y sonantes.

Se sabe que en el país de los ciegos el tuerto es rey y no le van a la zaga a tales descubrimientos de la materia milagrosa nuestro Mariano, versado en ciclismo y balompié, ni el Señor Juan Carlos que ya no sostiene la vela y apenas la Copa, la Eurocopa, contradiciendo ambos las leyes de Newton y la lengua de Einstein, allá cada quien con su masa y su poder.

Con la materia sucede lo mismo que con el alma, un vacío, un agujero oscuro, una tiniebla excita cualquier expedición en busca de los límites, a una partícula le sucede otra y otra hasta llegar a ese nivel desalentador y al mismo tiempo infinitesimal donde el desaliento se las ve cara con el propio creador y le pregunta por qué tanta inopia.

Pero las voces de gesta narran un día con la misma algarabía el auto sacramental de Kiev o el de túnel de Ginebra, igual entusiasma Iniesta que Higgs, porque al parecer la materia también preside los desplazamientos del balón al igual que los movimientos de las órbitas celestes.

Señores que ya metidos en milagros parecemos destinados a descubrir el último secreto de la materia y nos damos cuenta que también allí hay espíritu, porque una rendija abrirá el espacio para otra investigación suspendida en el abismo de la duda. Así que hay gente que prefiere no tocar más el tema y consagrar su devoción a Casillas como antes la tuvo la Virgen de Guadalupe o la del Carmen.

Materia y fe, en cualquier caso, caminan en íntima comunión por titulares que van a dar al mismo río de tinta, al mismo observatorio de la galaxia humanoide: cada vez sabemos un poco más acerca de nuestra ignorancia y por muchas preguntas que han encontrado respuesta, por muchas terminales inteligentes, habrá siempre muchas más que formularse hasta el final de los tiempos. Una de ellas es por qué el Codice viajó tan poco durante su ausencia.

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