Esquizofrenia
Si Zoido quiere un centro histórico sostenible y europeo, donde se pueda pasear, la solución no pasa por más tubos de escape
La esquizofrenia es una disfunción que se extiende con preocupante eficacia en el mundo contemporáneo. La cabeza rota en dos mitades, el alma dividida, el pensamiento que mira alternativamente en dos direcciones sin ser capaz de ponerse de acuerdo consigo mismo: de manera que los hombres, las ciudades, los Estados opinan una cosa antes de ejecutar su contraria, o mantienen alegremente dos posturas incompatibles entre sí, que se matan o borran la una a la otra como el mar y los castillos de arena. La gente aspira hasta la enfermedad a una silueta de pasarela en una cultura de patatas fritas; los bancos centrales hablan de la necesidad de circulación monetaria mientras estrangulan el bolsillo de su pobre clientela hasta dejarlo exangüe y sin vida; las ciudades quieren conservar intactos sus cascos históricos y a la vez contentar a las pobres personas obligadas a vivir entre los pasillos de un museo al aire libre. Como en Sevilla: una y otra vez la defensa del patrimonio, de las cosas vetustas, de los callejones de postal, de las esquinitas que han consagrado ediciones y ediciones de guías turísticas chocan contra las fruterías, los aparcamientos, las guarderías, los tendederos, los servicios vulgares y domésticos de la gente que vive allí. Preservar el acervo de monumentos que cobija el centro histórico exige, por ejemplo, restringir la circulación y evitar en lo posible el uso del automóvil: pero desplazarse de una punta a otra de las antiguas murallas acaba con el resuello de cualquiera, y más si se tiene en cuenta que la población del distrito no se caracteriza precisamente por su lozanía y juventud. Los comerciantes quieren que las masas acudan a sus escaparates y gasten: pero si el centro está blindado contra el coche, nadie se tomará el trabajo de hacer el viaje y preferirán gastar en su barrio. El combate y la esquizofrenia llevan años y años copando titulares; bajo la versión de Las setas de la Encarnación, del plan centro, de la marcha y el regreso de la zona azul, el mismo toma y daca entre un casco histórico con valor de uso o de cambio ha causado los desvelos de toda corporación que ha ocupado el solio municipal. Su último avatar, por ahora, es (otra vez) el aparcamiento de la Alameda.
La Alameda de Hércules es un paseo situado en el corazón de la ciudad que un buen día los buldózer tomaron por asalto y reventaron por arriba y por abajo hasta no dejar ladrillo en pie. Quiero acordarme de la Alameda de mi infancia y de mi adolescencia y no lo consigo: cualquier imagen queda eclipsada por vallas, martillos hidráulicos, cascos de albañil y un espeso polvo gris que contamina el aire. Por fin, después de un siglo de obras, la Alameda se convirtió en una sucesión de azulejos y fuentes con crestas que gusta mucho a los niños; no es perfecta, lo sabemos, pero sí mejor que un cráter. En fin: estamentos hay que nunca han mirado bien los resultados de la obra y pretenden volver a destripar el pavimento para construir un aparcamiento de no sé cuántos pisos bajo su superficie. El problema no es que el alcalde haya encontrado la oposición de la Junta, de signo opuesto, y se haya puesto hecho una furia: el problema es que el alcalde no sabe qué ciudad quiere tener. Hace nada, admitía que el centro estaba colapsado de tráfico y que había que volver a asumir algunos de los presupuestos del denostado plan de su antecesor, Monteseirín; ahora quiere excavar un pozo atestado de coches a dos pasos de la calle Sierpes y se cabrea porque no le autorizan a abrir un macro-complejo comercial (con otro aparcamiento incluido) es la mismísima Gavidia. Zoido necesita paliar su esquizofrenia antes de proseguir: si quiere un centro histórico sostenible y europeo, donde se pueda pasear o usar las aceras, creo yo que la solución no pasa por más tubos de escape. Ahora bien, si opta por el comercio y las bombillas él sabrá: pero mucho me temo que eso no luce demasiado bien en las postales.
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