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Tribuna
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España cruje

Hemos tenido políticos indocumentados pero bien dispuestos a embelesar al electorado

Y Europa se tambalea. Entretanto, nuestros políticos y gobernantes dejan pasar los días (y los años) dilucidando cómo acometer lo que saben que hay que hacer sin, por ello, perder las siguientes elecciones. Son las contradicciones de la democracia igualitaria y partidista que gobierna Occidente desde finales del siglo XIX. Todo fue relativamente bien mientras hubo naciones (e incluso continentes) que aportaban sus materias primas y su mano de obra para sostener estados o territorios de nuestro planeta en donde sus habitantes podían disfrutar de abundante comida y holgado bienestar no acorde con su nivel de riqueza o esfuerzo; pero el progreso tecnológico ha intercomunicado sociedades dispares y distantes dejando en evidencia la falsedad e impostura de paradigmas y creencias que hasta la fecha teníamos por inmutables.

Nada va a ser igual en lo sucesivo, y, lo que en principio consideramos una grave crisis económica, no es sino el síntoma de que algo muy profundo está cambiando en nuestras sociedades. En los últimos años hemos confundido la política aristotélica con la actividad partidista, la ética o moral con la creencia religiosa dominante y la generación de actividad económica productiva con prácticas financieras de ajustes contables. La corrupción en mayor o menor escala, fomentada por el clientelismo político y la abundancia económica, fue impregnando el cuerpo social hasta ver hoy como el mérito, el esfuerzo, la sabiduría o la honradez son valores minusvalorados. Y, sobre todo, en los países de tradición judeo-cristiana, en donde el trabajo es considerado un castigo divino derivado del pecado original; y la mentira, el fraude y la inmoralidad, en sus acepciones mas amplias, debilidades humanas sujetas a fácil redención.

Por eso debemos estar agradecidos a que un país calvinista, austero y riguroso como Alemania imponga su nein a nuestras veleidades consumistas y a la frivolidad y despilfarro con que el Estado ha dilapidado su prestigio y endeudado a generaciones futuras. Debemos asumir que la salida de esta crisis no va a ser rápida ni fácil. Habitamos en un continente sin riquezas naturales y cuya población, sobre todo la de los países meridionales, confía más en el providencialismo estatal que en sus posibilidades. Tal actitud ha fomentado la indolencia ciudadana y el excesivo protagonismo de la clase política, que ha hecho del poder su profesión y, en vez de explicar la cruda realidad a la ciudadanía, la emboba con ridículos eufemismos, denominando “desaceleración económica” lo que era una brutal crisis, o “línea de crédito” lo que es un rescate. Y será muy difícil corregir la situación mientras no se les arrebate a los gobernantes la responsabilidad de autorregularse. La división de poderes ideada por Montesquieu ha degenerado en una preeminencia del poder ejecutivo que paraliza la existencia de auténticos contrapoderes que devuelvan al ciudadano el control sobre aquellos que, voluntariamente, desean dedicarse al servicio público.

Pero no lograremos cambiar las instituciones, que son reflejo de la población, sin un rearme ético que imponga ejemplaridad a los gobernantes y exija responsabilidad, diligencia y eficacia en el manejo del erario público. Las creencias religiosas apropiadas y tergiversadas por los poderosos para atemorizar y contener o dirigir a sus pueblos, han demostrado su ineficacia en el ámbito de la probidad y justicia de los gobiernos terrenales. Naturalmente ello conllevará una regeneración política en donde el ejercicio del poder de nuevo sea un servicio público en beneficio de la ciudadanía, y no una prebenda que por sus ventajas y primacías se desee vitalicio. Y finalmente, deberíamos abordar una desamortización de bienes públicos que liberase gasto y opulencia en la estructura del Estado.

Todo demasiado complejo. Y duro de asumir por una población acomodada en la dádiva estatal, incapaz de asumir su responsabilidad y su culpa en la elección de gobernantes indocumentados, pero bien dispuestos a embelesar a su electorado a costa de endeudar el país. Ahora, nuestros acreedores llaman a la puerta: ¿hemos realizado inversiones productivas y rentables o hemos malgastado su dinero en burocracias redundantes, funcionarios acomodados y obras megalómanas? Si de nuevo equivocamos la respuesta, Europa cerrará sus puertas en los Pirineos y, en vez de ayudar a vertebrar nuestro continente, volveremos a la repetitiva y cruenta andanza caciquil de la España invertebrada.

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