Función pública
Definitivamente, como patentan los poetas pesimistas, crecer es desencantarse
Definitivamente, como patentan los poetas pesimistas, crecer es desencantarse. Y no es que yo tuviera una confianza de colegiala en los políticos verdes o rojos, o me hubiera dejado deslumbrar por un programa que (lo adivinaba) iba a tener un cumplimiento más o menos imposible. Sí, bien, ¿qué se iba a hacer? Europa convertida en un páramo, España entregada a los depredadores nocturnos, la peste que reina en las casas de bolsa y los gobiernos agitando campanas, como leprosos medievales, llamando a la penitencia y al arrepentimiento ante la llegada del milenio: ¿cabía esperar aquí otra cosa? No había lugar para festines si en otro lado reina la muerte: señores, esto es lo que tocaba. A ver, entiendo que el nuevo Gobierno de la Junta ha tenido que hacer juegos malabares y recurrir a sus mejores artes de taumaturgo para casar las cuentas de la legislatura; que todo, Madrid, Bruselas, el universo, se le ponía en contra; que de algún sitio había que recortar y que lo primero es lo que queda más cerca de casa. Pero no me sirve la excusa de que el precio para que siga existiendo una educación sostenible, o como quieran llamarla, una asistencia sanitaria universal, un Estado del bienestar, sea cargar las cuentas al funcionario. Existen otras muchas partidas a las que meter tijera antes que a los bolsillos del empleado público: derramas mucho más inútiles y perniciosas a las que poner coto sin atacar la dignidad y el porvenir de nadie. Ejemplos: diputaciones, cargos políticos, oficinas de tercera categoría, comisiones, vehículos, almuerzos, gastos-de-representación. Más ejemplos, que conozco de más cerca: ordenadores para todos, libros de texto para todos, pedagogos, observatorios, equipos de coordinación, delegados y no sé qué otros inventos de la nomenclatura.
Ahora quiero añadir una primicia: los funcionarios son personas. En serio: los he visto. Personas que algo han de trabajar por detrás de sus supuestas ventanillas vacías, porque de lo contrario nadie tendría matriculado su coche, no cobraría su devolución de Hacienda, no sería atendido de urgencia en un hospital, no recibiría una carta desde Australia, no podría tomar un avión, un tren o un barco, no podría llevar al niño a jugar al parque, ni siquiera morirse y ser enterrado. Hace diez años, el funcionario era el pobre bobo poltrón que había elegido marchitarse en su mesa de trabajo, bajo una cenicienta lámpara de oficina, mientras los audaces emprendedores de la banca y el ladrillo adquirían coches de alta gama y singlaban en yate los domingos. La tortilla dio la vuelta, y ahora que ese emprendedor de tres al cuarto ha cambiado Ibiza por un ventilador, el funcionario se ha convertido en el objeto de todo su odio: ¿por qué él no pierde dinero? ¿Por qué no se convierte en un excluido? ¿Por qué sigue tan tranquilamente rellenando formularios en su mesa (sobre la que ahora luce una lámpara brillante y cara) mientras el resto nos hundimos en la miseria? El funcionario ofrece una vía cómoda a la hora de encauzar la frustración y la angustia de gente que no sabe dónde meterse, pero todo tiene sus límites. Si usted, amigo mío, es de quienes opinan que es justo que al empleado público se le haga trabajar más por menos porque ya está bien de tanto café y de rascarse el ombligo, supongo que opinará también que todas las rubias son tontas y que todos los españoles son toreros; que la natación es el deporte más completo; que el negro combina con todo; que en España se come como en ningún sitio; que los niños son más nobles y las niñas más resabiadas, aunque más tranquilas; que el buen bar de carretera se reconoce porque está lleno de camiones; que el lunes es el peor día de la semana; que cuando una mujer dice no es que sí y que no hay quien las entienda. ¿Seguimos? Señor mío: salga más de casa o cambie de amigos, si los tiene.
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