Abierta la veda contra Arenas
Arenas daba la impresión de querer salir corriendo al AVE de ida que le llevará a Madrid.
Iba a ser duro, y vaya si lo fue. Más de lo que esperaba. Sentado en el escaño, fijó su habitual mirada esquinada en ese perdedor que le había arrebatado la presidencia.
Era él quien debía estar ahí, en la tribuna, largando su discurso de investidura y siendo enfocado por las cámaras de Canal Sur, esa tele que tan poco le gusta y a la que metería en cintura en cuanto tuviera en sus manos el BOJA.
Era él quien debía sacar a Andalucía del estercolero —escribió uno de sus cornetas de cámara— en el que los socialistas habían convertido esta tierra, de la que tan enamorado dice estar.
Él, Javier Arenas, el campeón que había conseguido derrotar a los socialistas después de 30 años de gobiernos corruptos y manirrotos. Él, quien por fin, tras tres derrotas frente a Manuel Chaves, alcanzaba la gloria de la presidencia.
Pero no. Aquel que ocupaba la tribuna era José Griñán, quien, tras pactar con un comunista, le cerraba el camino definitivamente de la presidencia. Su desencanto era tan profundo, que al final de su intervención, a modo de amarga despedida, reconoció sus tres primeras derrotas —¡por fin lo decía en público!— y le espetó con sarcasmo al flamante nuevo presidente: “usted si que tiene merito, sin ganar ni una sola vez, ha sido presidente dos veces”.
Otro orador, el imberbe (y socialista) Mario Jiménez, ponía el dedo en la dolorosa llaga: “deje de rumiar su victoria pírrica, que ha sido un fracaso”.
Un par de horas antes de ese aciago 3 de mayo, una autorizada voz de su partido, Esperanza Oña, ¡quién lo diría!, hurgaba en la misma herida ante las “sectarias” cámaras de Canal Sur: “Tiene que ser incómodo para él sentarse hoy en el Parlamento”. Y dijo más: “aunque haya ganado las elecciones, a todos los efectos, es como si las hubiera perdido”.
Añadía Oña que Arenas “tendría fácil” su marcha a Madrid, donde su amigo Rajoy le encontraría un hueco, en el Gobierno o en el partido. Como en 1996, cuando, tras otra derrota, su también amigo José María Aznar lo acomodó en su Ejecutivo.
Pero esta vez tomaría el AVE solo de ida. La vuelta ya no es posible. ¿Quién soportaría una quinta candidatura? En voz baja, muchos dirigentes del PP andaluz la rechazan de plano. Queda poco para que esas voces, como la de Oña y la de algunos opinadores afines, se expresen en voz alta.
Cuando subió al estrado, su discurso sonó indolente y resignado. Con algunas dosis de chulería: acusó a Valderas de haberse vendido a Griñán por tres consejerías, después de haber criticado duramente su política en la pasada legislatura. Una traición que Valderas habría justificado con un simple ¡pelillos a la mar!
Ignoraba conscientemente que Griñán y Valderas habían presentado a la opinión pública un programa común de Gobierno con 250 medidas y 28 proyectos legislativos.
Arenas despachó en tono despectivo ese programa, al que auguró “un rotundo fracaso”. Lanzó dos adjetivos que servirán, sirven ya, de munición para sus palmeros mediáticos: estamos ante un gobierno “bipartito” y “radical”. ¡Qué hallazgo!
Pero antes de su adiós definitivo, intentará quemar su último cartucho: los ERE. El bochornoso escándalo de los expedientes de regulación de empleo, los falsos intrusos y los fondos entregados a algunos amiguetes del PSOE. Esa será su venganza. Intentará convertir la comisión de investigación parlamentaria en una comisión de difamación.
Poco más tenía que decir. Tan poco que, en contra de lo que les sucede a los políticos cuando están en la tribuna de oradores, le sobraba tiempo. Se delató al preguntar al presidente del Parlamento ¿cuánto tiempo me queda?
Parecía tener prisa para poner punto final a su vida de diputado. Arenas daba la impresión de querer salir corriendo al AVE de ida que le llevará a Madrid.
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