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(Im)propiamente dicha

Un eslogan clásico del feminismo decía con rotunda y estimulante ironía que “hay alguien más desconocido que el soldado desconocido: su mujer”. Lo guardo desde que era muy joven y lo recuerdo hoy porque la actualidad demuestra que, por desgracia, ese mensaje no ha perdido pertinencia. Que sigue siendo cierto que hay más desfavorecidos que los desfavorecidos, más precarizados que los precarizados, más discriminados que los discriminados, más violentados que los violentados del mundo: sus/las mujeres. Y podrían encontrarse infinitos ejemplos tomados de cualquier lugar, pero adquieren una significación muy especial los que más directamente nos afectan, los que nos tocan más de cerca, aquellos con los que convivimos a diario: en Euskadi, y lo recordaba con motivo del 1 de Mayo la directora de Emakunde, las mujeres ganan un 17% menos que los hombres. Y el último informe de ese mismo instituto señalaba, también hace unos días, que en Euskadi el 82,3% del trabajo a tiempo parcial lo realizan mujeres y que nueve de cada diez trabajadores sin contrato son, entre nosotros, trabajadoras. Esos y otros datos: como el desigual reparto de las tareas domésticas, del cuidado de hijos y personas dependientes, del tiempo de ocio… hablan desde hace mucho, desde siempre (las desigualdades las está afilando, pero no instalando, la crisis) de un paisaje social que acepta, con total normalidad, el que las mujeres estén un peldaño por debajo, en estatuto profesional, calidad de vida, representatividad de/en lo colectivo. En definitiva, que “lo tengan peor”, un algo, un poco o un mucho, pero peor. Y esa normalidad con la que se acepta que a lo femenino se le reserve una especie de serie b (más o menos grave y aguda según los casos) de la condición ciudadana me parece que siembra, con razón, la interrogación, e incluso la duda, sobre la solvencia y la autenticidad de los discursos igualitarios que ocupan nuestro debate público.

Porque, aceptar con naturalidad la discriminación femenina ¿no supone naturalizar la posibilidad de otras discriminaciones? Porque, albergar con normalidad esas desigualdades que de modo tan extendido y evidente afectan a las mujeres ¿no significa normalizar o normalizarse frente a otras formas de desigualdad? Yo creo que sí, que tolerar la excepción de género es sencillamente tolerar que existan excepciones a las reglas comunes; que asumir, sin mayor rebeldía o escándalo, esa escandalosa derogación de los valores de igualdad que la situación de las mujeres revela cada día es conformarse a diario con una forma derogada de democracia. Con una democracia agrietada y por ello vulnerable; movediza en su estabilidad y su credibilidad. Creo en definitiva que la violencia —son ya dieciséis las mujeres asesinadas en lo que llevamos de año—, las discriminaciones, las injusticias de género siembran las demás. Y que hasta que no se erradiquen no habrá democracia segura, ni propiamente dicha.

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