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Un pedazo de África en el 22@

Decenas de subsaharianos viven del reciclaje en naves de Sant Martí El grupo se regula con costumbres de sus países El arte y la música, vitales para ellos

Kherebá, dentro del molde para muñecos, y Azu, que vigila para que no caiga.
Kherebá, dentro del molde para muñecos, y Azu, que vigila para que no caiga. ANTONIO GONZÁLEZ

Alrededor de una hoguera en un bidón metálico se calientan Bubakar y Bernard. Para que esté el consejo en pleno solo faltan Azu, Mamadu-Alí y Kherebá. Llegados de países subsaharianos, ellos fueron de los primeros en instalarse en un complejo de naves industriales del barrio de Sant Martí, convertido en una comunidad autorregulada por costumbres de sus países de origen y que mantiene una actividad febril en el reciclaje de chatarra y todo tipo de objetos, fuente de sustento del grupo.

El ritmo del día en el asentamiento ocupado más grande de Barcelona, formado por decenas de personas, lo marca el martillo contra el metal: “¡Pam, pim, pam, pim!”. A solo dos estaciones de tranvía del 22@, este vecindario amurallado se distribuye en tres calles principales, con viviendas a los lados, que forman una U.

Kherebá, senegalés, recuerda la primera vez que atravesó esta puerta: “Antes convivíamos con las ratas, era inhumano”. Tras el umbral de la puerta comienza la calle Mayor; piedras de tamaño faraónico dispuestas a ambos lados forman el camino. Necesitaron juntarse varios hombres y utilizar técnicas antiguas, como poleas y palancas, para colocarlas en la entrada de su comunidad.

La comunidad

Khady Bà entra empujando un carro de supermercado cargado con cuatro bidones de 20 litros y dos garrafas llenas de agua. Tienen que ir a buscarla a una fuente cerca de la Gran Via. “Ir a buscar agua es una costumbre muy africana y este lugar es un trozo de África”, sentencia Kherebá.

Tras las piedras, lo primero que se encuentra es un ruidoso taller de chatarra. A continuación vive Mohamed Mamadu-Alí con su mujer, que es francesa. “Tendremos que ir todos a África, porque Europa está agotada”. Allí vivió la guerra de Ruanda. Ahora su obsesión es vivir en paz. Tienen una furgoneta que les costó 10.000 euros. Está casi nueva, pero como no pueden pagar el seguro, no la usan. Es su bien más preciado. La guardan dentro de casa.

En la vivienda de al lado hay un tipo alto con gafas de lupa. Espera a una mujer de 50 años con el pelo teñido de rubio. Acostumbra a leer una Biblia a un palmo de la cara y lleva el censo del lugar en una pequeña libreta. Todos piensan que es una confidente de la policía. Es la “ministra”, y su casa, “la iglesia”. Como en otras comunidades, aquí también hay tensiones. La ministra se lleva a matar con su vecino Kherebá, que vive en la última casa de la calle.

Azu observa a Kherebá jugar a las damas africanas.
Azu observa a Kherebá jugar a las damas africanas.ANTONIO GONZÁLEZ

Unos maniquíes de moda tuneados vigilan la casa: uno lleva una careta antigás; otro, infantil, está decapitado y le han colocado una cabeza tres tallas menor... El molde original preside la formación.

Cada vez que se cruza con alguien, Khady Bà se detiene para saludar y preguntar por la familia. “En África, no puedes cruzarte con alguien sin preocuparte por cómo está”. A veces el saludo parece un baile. Enfrente de casa de Kherebá siempre hay ambiente. Cuando hay electricidad, suena música. Es el lugar de reunión, la plaza Mayor, y su casa, algo así como el Ayuntamiento.

Alrededor de la hoguera está Bernard sentado en un banco de madera. Es el segundo del consejo y siempre está leyendo algo. A su lado charlan As y Katim. As se enfrenta a la desesperanza con una sonrisa: “La vida aquí cada día es más dura”. Hoy han salido a buscar trabajo. As es marinero y conduce camiones; Katim estudió literatura. Llevan en una carpeta sus currículos. Han visitado empresas de limpieza y fábricas, pero nadie les ha recibido. Van muy elegantes.

En la plaza Mayor hay un porche bajo con montañas de residuos. Plásticos, cristal, madera, cartón, metal... El reciclaje es su forma de vida. “Para reciclar hay que acumular”, dice Kherebá, mientras desmonta un contador de la luz. Primero ataca el cobre. A continuación separa el plástico del metal.

Las máquinas son reparadas en las naves

En esta planta de reciclaje también arreglan neveras, microondas, televisores... Cuando tienen suficientes, llenan una furgoneta y la mandan a Senegal para venderlos. El viaje dura seis días. Un televisor de 42 pulgadas que en Europa fue basura lo venden por 40 euros. “Lo que más urge allí son máquinas para sacar agua y refrigeradores”, explica Kherebá. “He visto barcos llenos de pesca tirarla al mar por no tener dónde conservarla”, añade.

El jefe Bubacar observa paciente. En Senegal fue campeón de lucha africana. Tiene unos 50 años y una barriga prominente. Kherebá explica que “el jefe lo es no solo por la edad, sino porque es quien más se preocupa por todos”. Sobre una mesa reposa un tablero de damas africanas.

De un televisor de

Si esta comunidad fuera un país, Kherebá ocuparía el cargo de ministro de Exteriores. Aunque en la sombra es más que eso: todas las decisiones de la comunidad pasan por él. Si alguien quiere ir a vivir allí, él debe aprobarlo; cuando la policía acude al lugar, él es el portavoz, y el intermediario cuando, como ahora, una pareja rumana trae un un carro repleto de hierros.

Cuando el trato se acaba de cerrar, por cinco euros, llega Mami. Lo primero que hace es soltar a su bebé en las manos de Kherebá para organizar su restaurante sobre ruedas. Al pequeño le encanta que lo cuelguen boca abajo y no pone el más mínimo reparo a pasar de brazo en brazo. Mami baja cada día desde Granollers, con el bebé atado a su espalda y el cochecito lleno de botellines con zumos. Los vende a un euro y son de flor de hibisco con hierbabuena y de fruto de baobab. “Hoy no llevo de jengibre, el que da más fuerza”, dice.

Tiene dos niños más en Senegal. Unos días trae para vender arroz con pescado; otros, bocadillos. Mami da de comer a unas 15 personas al día. Explica que durante el 15-M vendió 200 zumos a los indignados. Pese a que algunos dicen que Mami no es la mejor cocinera, todos tratan de que gane algo de dinero ahora que su marido la ha abandonado.

Seyni, con chaqueta roja y blanca, ayuda a reparar una bicicleta.
Seyni, con chaqueta roja y blanca, ayuda a reparar una bicicleta.ANTONIO GONZÁLEZ

Leila dobla la esquina que da origen a la calle de África. En una de las naves cuelga un cartel: “se traspasa”. En ella, Paco echa la cebolla en una olla de hierro forjado. Comparte paredes con cuatro “hermanos senegaleses”. El espacio, del tamaño de un campo de fútbol sala, lo han convertido en un hogar, con un paisaje campestre en la pared y sofá, tele y cocina. Todo encontrado en la basura.

El último trabajo de Paco, hace ya mucho tiempo, fue desempozar tuberías. Antes estuvo en el restaurante Paco-Paco de Mallorca, que le dio su nombre. Él se llama en realidad Abdulai. Prefiere recoger chatarra a ser vendedor ambulante: “Era una pesadilla cómo me trataban los turistas y la policía”. Los cincos habitantes de la nave se reparten todas las labores. Cada día, uno limpia y cocina. Ponen cinco euros a la semana por cabeza y compran arroz, pasta, aceite de girasol, cebolla, ajo y patatas. Aquel al que le toca compra la carne o el pescado, “lo que sea, menos cerdo”. Hoy hay pescado.

“Lo que más urge

Desde la cocina se oyen los golpes de Ibrahima, que desmonta un motor junto a la puerta. Su delgadez parece preocupante. A cada tres golpes al martillo, se le escapa la cabeza de hierro. Para sobrevivir con la chatarra, dice, hay que trabajar desde el amanecer hasta la noche. Con suerte, logra 20 euros.

A unos metros de Ibrahima vive y trabaja Ringo. Se llama así por un amigo de su madre al que le gustaban los Beatles. Su casa, el café Tuba, es la primera parada para quien madruga. El lugar está en el otro extremo de la gran U. A esta calle la llaman de Brooklyn. Por un euro, se ofrece café caliente y un par de ceoques, unas pastas parecidas a buñuelos de viento con sabor a canela pero sin aire dentro. Ringo vuelca el cazo lleno de café mientras el Maño aguanta agachado la tela que lo filtra. El Maño se llama en realidad Hatim y se dedica a vender ropa y bisutería en la playa.

Seyni también vive en la cafetería. Las paredes son verdes y las quiere pintar con los colores de África, pero le falta el amarillo. Lleva cinco años en España y va tirando trabajando de pintor. “Cuando llamo a mi madre me pregunta si paso hambre, no quiero que me pregunte eso. Además, nunca se lo diría”. Un día, en la playa, cuando Seyni jugaba al fútbol se topó con el Maño. No se veían desde hacía 14 años. De niños eran amigos.

“El jefe no lo es solo

En las damas africanas, las piezas pueden comer hacia atrás. En la plaza Mayor siempre se puede jugar. Las piezas son azules, tapones de botellas de agua, y rojas, de cerveza de litro. El bien contra el mal. La luz y la oscuridad. El alcohol y el agua. Cuando el sol se esconde, todo se oscurece. A veces, las discusiones suenan más fuerte que la música. Las desilusiones se ahogan en cerveza. Ofrecer asiento frente a casa de Kherebá ya no es una obligación tribal.

“¡Malparit, malparit!”, le grita Azu a un gambiano que le ha insultado en su idioma, pero al que ha entendido. Azu es artista. Vive en la retaguardia, donde acaba Brooklyn, en una gran nave que usa para exposiciones y conciertos. En una sola frase, Azu habla en francés, catalán, castellano y wólof.

En la gran sala, además de tres obras de Azu, Kherebá expone sus maniquíes. Al fondo, hay un escenario donde hacen actuaciones de percusión. Al lado, una pequeña escalera de madera lleva a una entreplanta: es donde duerme Azu, sus dominios.

Inmigrantes de

Su vecino es Tal, que suele llegar a casa cuando todos duermen. Se mueve en silencio para evitar las discusiones que se dan cuando anochece. Su casa está al fondo de la planta baja de la primera nave de Brooklyn. Pese a todo, se siente muy afortunado: “Fui de los primeros en llegar y tuve donde elegir”.

Vicente es de Ecuador y, como otros latinoamericanos y rumanos, quiere emigrar a este pedazo de África incrustado en la vieja Barcelona industrial. Tiene 45 años. En tiempos mejores, Vicente alquilaba un estudio en L’Hospitalet por 540 euros. Ha trabajado el aluminio. Ahora está en paro. Un amigo le ha dicho que quizá podría instalarse aquí, pero que primero hablara con Kherebá.

En la plaza Mayor, Vicente espera el momento adecuado mientras Kherebá habla con alguien. Le infunde respeto. Parece un chaval antes de entrevistarse con su profesor. Le llega el turno. Conversan, sonríen. Parece que este examen lo ha aprobado.

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