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Herederos a la fuerza

En la guerra contra el fuego, la organización de la Xunta solo nos asegurará nuevas derrotas

La herencia se convirtió en un concepto nuclear del poder conservador que gobierna nuestros días. Es el legado de Rodríguez Zapatero lo que complica el presente e hipoteca nuestro futuro. Las decisiones del Ejecutivo de Mariano Rajoy apenas son otra cosa que ortopedias dolorosamente necesarias para evitar la ruina del Estado y de nuestra economía. En plena euforia opositora, Rajoy enmarcó, con gran éxito mediático, el patrimonio gubernamental del PSOE como una “herencia envenenada”. Se enmendó en su investidura afirmando que en política, no existe “la herencia a beneficio de inventario” y reconociendo que se le “juzgará por lo que consigamos, y no por cómo nos hayamos encontrado las cosas”. Olvidarse de la herencia y asumir las responsabilidades fue la primera promesas incumplida por el nuevo presidente. Lástima. En Galicia esta doctrina está muy manoseada, no en vano el presidente Núñez Feijóo fue de los primeros en disolver sus responsabilidades en la manda recibida del bipartito.

Con un sentido más constructivo, en Herdeiros pola forza, el arqueólogo Xurxo Ayán y el periodista Manuel Gago nos recuerdan que en las últimas décadas los gallegos nos convertimos en herederos forzosos de un inmenso patrimonio cultural, quizás uno de los más ricos del Occidente europeo. Sabemos que el legado incluye además otros muchos bienes comunes. En otro tiempo catalogaban el agua, las cuencas de los ríos, los mares y otros espacios de gran valor paisajístico y medioambiental; en la actualidad incluyen capitales intangibles como nuestra lengua y la cultura inmaterial, pero también servicios educativos y sanitarios básicos, los sistemas de protección social y solidaridad o infraestructuras y equipamientos públicos. Bienes disponibles para todos los ciudadanos atendiendo al compromiso de que debían ser conservados para ser transmitidos como herencia comunitaria a generaciones futuras. Son bienes que pertenecen y responden al interés de la comunidad y trazan el dominio de lo público. Son la única herencia por la que se deberían preocupar los gobiernos.

En 1968, Garret Hardin denunció “la tragedia de los bienes comunes” para llamar la atención sobre aquellas situaciones en las que varios individuos, motivados solo por el interés personal y actuando independiente pero (más o menos) racionalmente, terminan por destruir un bien común aunque a ninguno de ellos, ya sea como individuos o en conjunto, les convenga en nada su destrucción. La historia reciente de Galicia registra abundantes tragedias de bienes comunes; entre las de mayor impacto, la marea negra del Prestige o la ola de fuegos de 2006; la más reciente, el devastador incendio que asoló las Fragas do Eume el pasado fin de semana.

Las catástrofes interpelan rudamente a los gobiernos que deben gestionar el cuidado de los bienes comunes. El presidente Feijóo cree que el énfasis hay que ponerlo en la persecución policial de los incendiarios y en el agravamiento de las penas de cárcel. Nadie le va a discutir que son actuaciones necesarias, pero se haría mucho bien (y nos haría mucho bien) si dejara de inspirarse en las estrategias escapistas del Gran Houdini para justificar sus políticas. La autorización de instalación de una mina de andalucita en las Fragas fue acordada por su Gobierno, mal síntoma de una sensible rebaja de la protección ambiental de ese espacio natural; la disminución de medios para la prevención y el dispositivo de extinción fue decidida en el marco de su política de austeridad; y la lentitud de respuesta y falta de coordinación fue debida a la inexistencia de un auténtico gabinete de crisis.

El presidente se equivoca al parapetarse en la proclama de que hubo una eficaz coordinación en las labores de extinción. Discurso divorciado de los hechos que recuerda el irónico juicio que hacía Julio Camba para quién los alemanes habían perdido la Gran Guerra debido a su formidable capacidad de organización. En la guerra contra el fuego, la magnífica organización de la Xunta solo nos asegurará nuevas y dramáticas derrotas. Con todo, la tragedia de los bienes comunes interpela también a la oposición. Y a los ciudadanos. Nada se gana con que Feijóo tenga su Prestige, poca esperanza hay si se confía en las catástrofes como motor del cambio político en Galicia. No son los Prestige sino nuevos movimientos como Nunca Máis o Hai que Botalos!, con la acción constructiva de los ciudadanos, lo que permitirá recuperar el autogobierno como espacio de nuevas políticas para preservar los bienes comunes. Solo así evitaremos que el futuro se convierta en el basurero del presente.

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