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Radical

Permítanme que me ponga radical. Creo el asunto de los recortes que las Administraciones están aplicando —una tras otra, con un mimetismo que puede valer como metáfora de su propia redundancia— a la Cultura merece un abordaje al menos tan drástico como el de las reducciones y cancelaciones presupuestarias; una contestación social e intelectual con la cuerda bien tensada, porque sólo las cuerdas tensas suenan y en este ámbito son imprescindibles más sonidos que ése del silbido constante de las tijeras de cortar. Por lo que está en juego. Porque se habla mucho de costes, pero muy poco de precios, del precio que la sociedad tiene y tendrá que pagar por este desmantelamiento que se está operando: espacios culturales que se cierran o no se abren (después de haber costado una fortuna), iniciativas creativas y productivas que mueren de inanición, redes que se destejen, impulsos o vocaciones que no emergen desactivadas por la pobre consideración que el entorno les muestra, al colocar a la Cultura en los vagones/valores de cola y no en los de cabeza del interés general.

Creo, pues, que es un asunto que debe ser abordado de un modo radical, con la cuerda bien tensa. Y así preguntarse, para empezar, por qué la Administración a la hora de ahorrar no se ahorra a sí misma; si no debemos exigirle que cada recorte en los fondos que se destinan al alma de la Cultura (creación, producción, difusión) vaya acompañado de una reducción porcentualmente idéntica en el cuerpo administrativo dedicado, en principio, a la gestión de ese alma. Porque asistimos a la paradoja de que lo sustantivo o principal se recorta (y así agoniza) mientras que lo adjetivo o accesorio sigue intacto; que el motor de la Cultura se reduce o se para, mientras la carrocería se mantiene.

No podemos permitirnos en nada, y menos en Cultura, parar los motores y mantener las carrocerías. Resulta inaceptable, con la excusa/coartada del ahorro, reducir el alma de las cosas y sostener el cuerpo de una Administración obviamente sobredimensionada, duplicativa, repetitiva; que todas las instancias, departamentos, oficinas creadas para estar al servicio de lo cultural sigan en pie, mientras la Cultura misma se desmantela. Y por ello me parece imprescindible abordar sin contemplaciones la cuestión, situar lo principal y lo accesorio en su sitio; y, a partir de ahí, exigir de los responsables institucionales que obren en consecuencia, que contrarresten la inercia del recorte mal puesto (que es todo lo contrario de una respuesta a la crisis) con la dinámica de otras soluciones: como la oportunidad de nuevos mecenazgos; la revisión, con la complicidad de la ciudadanía, de los criterios de gratuidad; los presupuestos compartidos entre comunidades y países, y desde luego la reconversión del aparato administrativo, su radical reducción a la escala de lo real; de lo real, estrictamente, necesario para colocarlo al servicio de la Cultura y no a la inversa.

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