¿Dónde dejó la americana blanca?
Gino Paoli ofreció un concierto discreto escondiendo el corazón tras los solos
No, no era aquel Paoli de chaqueta blanca, oro y reloj marmóreo. Aquel era el Paoli al que sólo le faltaban unos náuticos para presumir de velero, tarjeta de crédito y donjuanismo irredento. Todo de una tacada. El anciano seductor presentando armas. Y como tal, a cantar se dispuso baladas de amor eterno y juventud inmarchitable. Fue hace casi tres años, en Sant Feliu de Guíxols, en una noche de verano. Por el contrario, en el Auditori apareció de oscuro y tejanos, un aspecto mucho más circunspecto y menos dado a favorecer el fantaseo del respetable. Era el mismo pero no era lo mismo. Y su actuación en el Barnasants fue mucho más austera, menos romántica y mucho, pero que mucho menos dulce de lo que se espera de un amante eterno, del gran romántico.
Lo decía el programa y la realidad lo remachó sin ambages: Paoli cantaba sus piezas en clave de jazz. Traducción: los temas sólo se reconocerán a partir de media docena de acordes; los solos se distribuirán con generosidad por todas y cada una de las canciones y brillarán por su ausencia los arreglos orquestales que alimentan y dan lustre y pompa a esa pasión melódica tan italiana. Y sí, todo se cumplimentó conforme al programa, todo menos lo de los solos: incluso hubo uno de contrabajo entre la segunda y tercera pieza. Como consecuencia inmediata, tras los primeras muestras de onanismo instrumental el público no sabía que regla seguir: ¿estamos en un concierto de jazz que solicita la compensación del aplauso tras cada exhibición o bien nos hallamos en un concierto de canción melódica en el que sólo se debe aplaudir al final y suspirar entre tanto durante cada pieza?.
Un lío. Cada espectador hizo de su capa un sayo y tras la primera incursión del trompetista por los campos del “yo me lo guiso yo me lo como”, algunos aplaudieron como marcando la pauta. Al final, casi cada solo tuvo su reconocimiento, pese a que precisamente fueron los solos, mascarón de proa de los arreglos, los que lastraron el concierto. Porque para escuchar jazz clásico, tocado con ortodoxia, con escasa imaginación y repleto de texturas y sonidos consabidos, no es preciso ir a ver a Gino Paoli. De hecho es una mala idea. Otra cosa es que tras incontables años de carrera, Paoli quiera cantar sus canciones creyendo que canta otras. Loable esfuerzo.
La cuestión es que el público escuchó dos perfiles de temas: versiones como Time alter time o los clásicos del amante eterno vestidos de jazz. El primer tipo de piezas fueron las peores, -por suerte sólo hubo dos- pues Paoli no tiene registro vocal idóneo para el jazz e intentaba impostar más fuerza y cuerpo a una voz que no los necesita para emocionar. Las segundas, extrayendo los solos y los arreglos, resultaron. Incluso una pieza como Sapore di sale ganó incluso prestancia con respecto al original. Fue la única. Una preciosidad como La gatta se extravió entre los dedos del batería, que hizo un solo sin baquetas; la sensacional Senza fine se desorientaba entre el piano y el contrabajo y sólo la maravillosa E mi innamorerai salvó la media, la versión fue corta y no facilitó la disgresión. Por su parte, Ti lascio una canzone se benefició de ser interpretada sólo con voz y piano. En los bises, Una lunga storie d’amore y Che cosa c’è volvieron a las andadas y se ocultaron tras la piel que quiso disimular su carga amorosa. Así las cosas, nunca jamás se había echado tanto en falta una americana blanca. Esa imagen de un Paoli mundano dispuesto a decir que aún puede amar resulta impagable, sincera e infinitamente más convincente que la de un Paoli de negro.
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