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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Del cine verdadero

"Conviene recordar la última etapa de esplendor de un Hollywood capaz de poner en pie en una década películas como 'El apartamento' (1962), 'Chinatown' (1970) y 'El Padrino' (1972)"

Ahora que se cumplen cuarenta años del estreno de la primera parte de El Padrino, quizás conviene recordar la última etapa de esplendor de un Hollywood capaz de poner en pie en una década películas como El apartamento (1962), Chinatown (1970) y El Padrino (1972). El crítico Carlos Boyero asegura que el cine es El apartamento, y no le falta razón, siempre que se admita que de esa admirable condición gozan con el mismo derecho las otras dos películas citadas, de una maestría impecable. Pero vayamos por partes, ya que cada una de esas películas, en su perfección, contiene sus momentos inolvidables.

En la primera de ellas, con guión de I.A.L. Diamons y Billy Wilder y dirección del maestro, se trata, como todo el mundo sabe, de una historia de amor entre una ascensorista y un empleado de oficina. Nada del otro mundo. Ni monstruos ni efectos especiales que llevarse a la vista. Pero funciona de una manera admirable porque relata una parábola sobre la mezquindad de los poderosos respecto de sus subordinados. Pero eso es poco decir. ¿Quién no recuerda la escena del espejo de mano roto por el que el protagonista comprende que es su chica la que se cita en su apartamento con el jefe? A partir de ahí, el espectador comprende que él ya lo sabe, y la pregunta es entonces saber cuándo y cómo lo sabrá ella. Ir sembrando líneas que al tiempo que se agotan abren otras, ese es el secreto de los maestros. No en vano decía Wilder que pretendía que al espectador se le atragantasen las palomitas.

Chinatown, con guión de Robert Towne, va en apariencia sobre los turbios negocios del agua en una reseca Los Ángeles (¿les suena?), pero los zarpazos en profundidad remiten una y otra vez a Edipo, incluso en los apuntes de diálogo más insignificantes. El protagonista, un detective con pretensiones, no tiene ni idea del problema al que se enfrenta, de manera que, como el desdichado personaje de Sófocles, acabará perdiéndolo todo cuando lo descubra. No en vano el jefe del asunto le advierte de que cree saber lo que se hace, pero que en realidad no lo sabe. Una película imprescindible que fue recibida por la crítica local (en especial por una entonces vergariana cartelera) como un residuo sin importancia.

Y, en fin, la primera entrega de El Padrino, donde un joven Coppola tomó mucho aliento para dirigir a Marlon Brando, Al Pacino, Robert Duvall, Diane Keaton, Sterling Hayden, y tantos otros, en un siniestro puzle de hazañas más o menos bélicas entrelazadas con historias de familia, en la que, entre otros momentos inolvidables, destacaría las 19 miradas distintas de Al Pacino en dos minutos cuando se entrevista con los matones para vengar a su padre. Cine puro, querido lector, porque ese sutil juego de miradas no se capta desde la novena fila el patio de butacas de un teatro. Y también porque Al Pacino supo hacerlas cuando tocaba.

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