Los nuevos pobres
La expresión “nuevos ricos” es bastante usual. Los medios suelen airear el perfil de estos afortunados, a menudo con una mezcla de envidia y burla, admirando sus talentos o su buena suerte y ridiculizando sus intentos de emular el estilo de vida de los ricachones de cuna. Sin embargo, lo de “nuevos pobres”, así, como una categoría, como se está formulando insistentemente estos días, suena a novedoso. Lo cual ya es bastante indicativo de cómo hemos vivido hasta ahora. Pensábamos que del purgatorio del mileurista sólo se podía ascender a los cielos soñados y multiplicadores del bi o trimileurista, mientras que ahora comprobamos que la senda conducía mayormente al infierno nimileurista. Seguramente, la nueva denominación promocionada por este periódico cumple una función terapéutica, como cuando se diagnostica por fin una enfermedad rara, se crea una asociación que agrupa a los afectados, se facilita que éstos den la cara, cuenten su historia y ganen en dignidad y visibilidad. Sirve al menos para que se sientan menos solos y, en algunos casos, menos culpables (“A veces creen que han fallado ellos, pero les explicamos que ha sido el sistema el que se ha caído”, contaba a este periódico una trabajadora de la Cruz Roja).
Pensando en todo esto me ha venido a la cabeza una imagen. Habrán pasado unos dos años (entonces creíamos que la crisis empezaría a remitir pronto y hasta veíamos espejismos de brotes verdes, ¿se acuerdan?), pero lo recuerdo. Resulta que apareció un mendigo nuevo en mi barrio. Bueno, estaba pidiendo, sí —-con un cartelito que rezaba algo así como “Sin trabajo, sin recursos”, y una cajita de cartón con monedas—, pero se notaba a la legua que no era un mendigo profesional. El hombre, en la cincuentena, con una pinta limpia, recia, de trabajador de nivel medio, estaba sentado en un bordillo y —algo inaudito en un mendigo— se entretenía leyendo una novela de misterio. El bordillo en cuestión era bastante alto, el entrante de un comercio. Como si al colocarse a media altura quisiera conservar cierto grado de dignidad. Los mendigos profesionales siempre se sientan en el suelo o en un bordillo prácticamente a ras de suelo. Puede haber cerca un banco público disponible, pero jamás pedirán sentados ahí, según una ley no escrita que todos conocen bien: con su actitud corporal, con su recogimiento y su incomodidad deben expresar humildad, clemencia, compasión.
Sé que el mendigo no mendigo, el nuevo pobre, aguantó varios días ahí, pero no sé si con mucho éxito. Mi impresión era que él estaba incómodo y también lo estaban muchos de los transeúntes. Se les parecía demasiado. No pocos de ellos —no pocos de nosotros— podían sentir que si las cosas seguían torciéndose el destino de aquel hombre podía convertirse en el suyo. Ese arte de bajar escalones, de sentarse en los bordillos sin perder dignidad, es el que ensayan los nuevos pobres.
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