Antònia Font y Manel: de astronautas y limones
Con conciertos muy diferentes los dos grupos que más venden del pop catalán llenaron sus conciertos del Auditori y el Coliseum en Barcelona
Un astronauta y un limón. Antònia Font y Manel. Pocas cosas en común más allá de actuar en días consecutivos en Barcelona, estar aunados por el éxito y mostrar cada uno a su manera las vías que median entre la composición de una pieza en cualquier rincón solitario y su apropiación por parte de una multitud que la celebra sintiéndose partícipe de esa historia que ya dejó de pertenecer a su creador. Las canciones de ambos grupos llenaron en un caso el Auditori (Antònia, día 22) y el Coliseum (Manel, día 23, 24 y 25) y las dos formaciones explicitaron sus distintas maneras de entender ese oficio tan viejo de hacer canciones y dárselas a quien quiere usarlas para sentir que la vida bien puede deparar momentos para la celebración y el recuerdo. Aunque hoy eso suene a sarcasmo.
Como buenos astronautas, los miembros de Antònia Font no han sido escogidos ni por su apostura ni por su carisma, sino por su eficiencia. Su capacitación les ayuda a tomar la mejor de las decisiones, y su formación les conduce a ser prácticos. De esta manera las canciones del grupo son cortas –interpretaron 28 en más de hora y media-, concisas y poco dadas a la floritura innecesaria que aumenta los riesgos. El mejor ejemplo sería Portavions, un paseo espacial que concluye justo cuando comienza a sentirse el placer de la ingravidez. Sonó tras otra pieza maravillosa, ese Darrera una revista que evoca dos sentimientos: la belleza del universo, pongamos por caso, aparejada con la congoja de no sentir la tierra bajo los pies. Rara es la canción de Antònia que evoque una sola sensación, un solo estado de ánimo: ese es uno de los manifiestos misterios que hacen grande al grupo. Ese equívoco propio de una banda que redondea mejor que nadie sus canciones, que acierta con el recurso melódico propio del mejor pop y que esconde luego entre esos pliegues la receta de una letra alucinada. Tal y como si en la mezcla de oxígeno que respira el astronauta se hubiese producido un error de proporciones.
Las canciones de Antònia Font son cortas, concisas y poco dadas a la floritura innecesaria que aumenta los riesgos
Mientras tanto, Manel, que de otra manera también juegan al equívoco, parecen menos alucinados; esforzados excursionistas en cuya brújula puedes confiar. Pero hete aquí que cuando actúan, como la otra noche en el Coliseum, se comportan con una solemnidad e hieratismo que esconde en su núcleo un acentuado sentido autoparódico. No es sólo cuando Guillem inventa una disparatada historia sobre Arnau, quien la sigue tras su batería parapetado en una seriedad propia del Caballero de la Mano en el Pecho, sino también cuando el grupo ejecuta unas patosas coreografías con las que parece decir que como buenos excursionistas no se les pida otra cosa que no perderse por el camino. Y por ello mismo, este humor autoreferenciado en sus incapacidades genera más sonrisa que carcajada. De igual manera, esos silencios tensos entre canción y canción harían daño a cualquier otra banda, mientras que en Manel parecen formar parte de una declaración de intenciones que siempre tiene el mismo efecto: el público, descolocado, parece estar siempre más caliente que la propia banda. No es cierto, ocurre que público y músicos caminan a su manera, a su paso. Por ende, no está escrito en parte alguna que la manifestación de sentimientos haya de responder a un estándar.
Manel son solemnes e hieratismo y esconden en su núcleo un acentuado sentido autoparódico
Y claro, los conciertos de ambos son por eso tan distintos. En Antònia -fondo surreal, forma festiva- estaba la platea en pie mucho antes que en el concierto de Manel -fondo narrativo, forma popular-. Y es que el cuarteto, apoyado en el Coliseum por sección de cuerda y metal, parece añadir gotas de limón a cualquier conato de excesiva dulzura. Da así la sensación que su forma, vinculada a la tradición popular del folclore, del foc de camp, ha de facilitar la digestión cuando en realidad la ralentiza. Mientras que Antònia construye hermosas imágenes poéticas a las que resulta mayormente prosaico y vulgar buscar significados cabales, el mundo de lo cabal se erige en argumento de las excelentes letras de Manel, monumentos de precisión lingüística y concreción. E incluso a pesar de ello hay canciones en las que no se sabe si vence la tristeza o la alegría, la pérdida o el consuelo –La bola de cristall-, prueba de que el uso preciso de las palabras también permite dejar los significados en el limbo de la interpretación individual Magia y sentimiento.
Por eso son tan diferentes, por eso, cada uno a su manera, son tan extraordinarios. Antònia Font componen canciones más redondas, monumentos de pop pluscuamperfecto con brillantísimas melodías, delicadísimos cambios de ritmo e intensidad –véase Hollydays- y letras llenas de imaginación. Pero sus directos no añaden mucho salvo la celebración de la existencia de esas mismas canciones. Por contra, Manel parten de un material quizás menos llamativo y más transitado, “simple” canción popular e imaginario de folk urbano –en sí una contradicción, por cierto-, que precisamente se realza en directo tanto por su aparente distancia como por una pulcritud interpretativa en la que cabe destacar el silencioso trabajo en la batería de Arnau Vallvè, presto a acentuar cada canción con un matiz diferente, una pulsión rítmica distinta, un empuje calculado y tan preciso como los propios textos de Manel. Por eso puede pensarse en un astronauta apurando un limón en plena ingravidez como imagen de dos grupos tan singulares, extraños, oníricos y tiernos que no puede existir comparación alguna con ningún otro grupo catalán actual. Son únicos.
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