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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Ley y justicia

Estos días he recordado la frase con la que William Gaddis inicia una de sus novelas: “¿Justicia?. La justicia se encuentra en el otro mundo. En este lo que hay son leyes”. Y es que el proceso al juez Baltasar Garzón y su condena por el Tribunal Supremo viene a patentizar que una cosa es la idea de cada uno sobre lo que es justo e injusto, y otra la manera de hacer efectivo el valor de la justicia, tarea esta última que solo puede cumplirse en una sociedad democrática mediante la aprobación de la ley por los representantes de la soberanía popular y su interpretación y aplicación posterior a cada caso concreto por parte de los jueces. En democracia no cabe otra forma de hacer justicia que la de aplicar la ley, con abstracción de las emociones, los sentimientos y las simpatías que amalgaman la percepción social sobre la justicia o injusticia de las resoluciones judiciales. Sin embargo ¿qué ocurre hoy en España para que con mucha frecuencia se haya abierto un abismo entre lo que los jueces consideran conforme a la ley, y por tanto justo, y lo que muchos ciudadanos consideran contrario a la idea de la justicia?

TOMÁS ONDARRA

Por mi profesión he leído miles de sentencias, y la que, de manera unánime, condena al juez Garzón por prevaricador es de un considerable rigor y solidez jurídicas, que nadie, entre todos los que han opinado al respecto, ha intentado siquiera desmontar con argumentos de la misma índole. Por eso, me quedé estupefacto al leer el titular de este mi periódico de siempre y con el que me siento honrado de colaborar: “El Supremo acaba con Garzón”. Era una muestra magistral de manipulación y de sectarismo, porque los siete jueces de la Sala, al condenar a Garzón, no estaban “acabando” con él, sino, en todo caso, con una actuación radicalmente contraria a la Constitución y a la ley, cual es demoler un pilar esencial del proceso penal: el derecho de defensa. El Tribunal Supremo no ha condenado a Garzón por investigar a personas y tramas corruptas, ni en base a prejuicios o motivos de índole personal. Lo ha condenado por olvidar, de una manera deliberada y consciente, que en democracia, y por lo tanto en la Administración de la justicia, no vale todo. Las mismas razones que en su día habilitaron a Garzón para perseguir al GAL justifican ahora su expulsión de la carrera judicial.

Ahora bien, que buena parte de la clase política y de los medios de comunicación parezcan incapaces de entender y explicar la cuestión de fondo que planteaba el caso Garzón y prefieran instalarse en el terreno de las presunciones, de los juicios de intención, de la descalificación personal y de la obsesión por ver conspiraciones en todo aquello que sucede contra su deseo y opinión, revela un mal profundo sobre el que debemos reflexionar.

Desde hace un tiempo no hay caso de cierta relevancia política y mediática (atentado del 11-M, Sortu, Bildu, trama de Correa y sus compinches, Marta del Castillo, etcétera) que no se traduzca en una división brutal entre lo que los jueces resuelven y lo que un apreciable sector de la opinión pública y de la conciencia social consideran que se debería haber sentenciado. Según los casos, quienes un día aplauden a los jueces, al siguiente se manifiestan contra ellos con una ferocidad sin límite. Por supuesto que el poder judicial y el servicio público de la justicia adolecen de defectos estructurales y de carencias personales y materiales. Pero en modo alguno justifican este guirigay continuo, que no sirve sino para tapar muchos de los problemas reales y provocar espirales viciosas de desprestigio y deterioro de la judicatura.

El Supremo ha condenado a Garzón por olvidar, de manera consciente, que en democracia no vale todo
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Es muy inquietante esta situación. El sistema democrático requiere de un poder judicial que además de estar identificado con el espíritu y la letra de la Constitución y con la función que ésta le atribuye, lo parezca. Algo va mal, y puede acabar en catástrofe, cuando se evidencia un divorcio poco amistoso entre lo que los jueces hacen y lo que los ciudadanos parecen percibir en su actuación, tanto a través de sus experiencias como justiciables, como mediante las opiniones que les transmiten los medios de comunicación y algunos políticos.

He pasado más de 50 años dedicado al estudio y al ejercicio del Derecho, y al mismo tiempo contribuyendo en lo posible a la consecución de la democracia y, pese a ello, reconozco que no tengo una idea cabal y completa sobre las razones profundas de este divorcio, ni sobre las medidas adecuadas para reconciliar a muchos ciudadanos con su Administración de Justicia. Pero no me gusta en modo alguno esta situación. Y tengo la convicción de que superarla es una tarea fundamental y prioritaria.

No podemos esperar de brazos cruzados a que pase la tormenta Garzón mientras llega la borrasca Parot o el tifón Urdangarín. Todos, en la medida de nuestras posibilidades, pero especialmente los políticos y los que conforman la opinión pública, así como los propios jueces, tienen que abrir un proceso de reflexión serena y profunda, trascendiendo los planteamientos e intereses partidarios o corporativistas, sobre las causas y sobre las soluciones de este fenómeno, en el que la politización de la Administración de Justicia y la judicialización de la política son las dos caras de una misma moneda que nunca puede ser de curso legal y corriente en una democracia real y verdadera.

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