El hombre que paseaba con una pistola en el bolsillo
Se trataba de un hombre reservado que vivía en un tercer piso de una de las calles que confluían en la Plaza Mayor. Hablaba muy poco con los vecinos del barrio y ellos pensaban que era pos cuestión del idioma. Hablaba en español, apenas manejaba el francés, cuatro frases para defenderse. En aquel barrio de las afueras de París pasaba desapercibido, incluso cuando se ponía la boina de ala ancha. Entonces era confundido con un bohemio o con un pintor aficionado que había ido para conocer a los galeristas de arte de las orillas del Sena.
Vivía solo, pero de vez en cuando recibía visitas bien variopintas, generalmente muchachos y muchachas que se despistaban y hablaban en una lengua diferente al español, que dominaban. Las visitas iban y venían, llegaban y marchaban; solo él permanecía en aquel piso humilde y sencillo al que llegaban todas las conexiones que facilitaban su comunicación con todos los lugares del Mundo, incluida su aldea, donde vivían sus padres, su tierra y su patria. Cuando salía a la calle era uno más, una realidad desconocida para los otros que completaba el mosaico de la Humanidad. Cuando salía a la calle, a pasear, para desentumecer sus músculos imprescindibles y distraer su mente atiborrada de vivencias, dudas y miedos, antes había comprobado las condiciones desde su casa. Miraba a través de dos ventanas para comprobar que no hubiera coches esperando con gente dentro de ellos, para vigilar la puerta de su portal no fuera a haber algún paquete raro descansando contra ella. Y ya, asomado, miraba hacia las otras ventanas en las que llegó a entablar cierta complicidad con una muchacha morena, quizás colombiana, que limpiaba su casa a ritmo de cumbia. Una mañana, la muchacha le voceó: “Buenos días, ¿eres extranjero como yo?”. Y el sonrió a la vez que cerraba los cristales.
No podía olvidar el teléfono móvil, por eso había dispuesto un artilugio mediante el cual al abrir la puerta el móvil le golpeaba en la mano. Tampoco podía olvidar una libreta muy manoseada que contenía más de cincuenta números de teléfono, relacionados con sus correspondientes nombres, que casi siempre eran sonoros y algo complicados. Alguien puede pensar que se trata de alguien anticuado, pues bien pudiera llevar los nombres de la libreta en la memoria de su teléfono móvil. Pues no, había otras razones que no se correspondían realmente con las que él argumentaba. Solía decir que su móvil solo tenía los nombres de su familia y de dos muchachas a las que amó.
Y tampoco podía olvidar aquella cartera de cuero marrón que se acoplaba al bolsillo de sus zamarras y abrigos; siempre al bolsillo derecho, y siempre sola en el bolsillo, con la amplitud suficiente para, si fuera necesario —¡Dios no lo quisiera!—, meter la habilidosa mano con destreza, desembarazar la hebilla lateral y asir aquel instrumento de defensa tan imprescindible para él. Era una pistola que había recibido de manos de un enviado del que nunca supo su nombre, ni le volvió a ver, pero la cartera de cuero le infundió mucho respeto no solo por su contenido sino por las palabras que pronunció quien se la entregó, a través de una lacónica frase: “¡Siempre contigo!”. El rostro hermético, e incluso el tono ronco de su voz, fueron suficientes para advertirle de que su militancia en aquella organización tenía una seña emblemática para él, que era aquella cartera.
Vivía solo, pero de vez en cuando recibía visitas bien variopintas
Bien es verdad que aquella compañía inalienable le provocó obsesiones difíciles de superar, pero también le proporcionó seguridades necesarias. Y no pocas incomodidades, precisamente en estos tiempos en que las cámaras de seguridad instaladas en muchas oficinas e instituciones llegan a desnudarnos sin que nos demos cuenta de ello. Así que, aunque no se diera cuenta la cartera de cuero ya estaba registrada en algunos archivos: como cartera billetera, como pequeña bolsa de artículos de cosmética o aseo personal, como petaca de licor o de puros habanos. Algún guarda de seguridad se había preguntado: “¿Y si fuera dentro una pistola?”, pero no había profundizado en su búsqueda… Bueno, no había precisado aún delatarse. Desde luego que quería abandonar aquella compañía pero no tenía a quién devolver la cartera de cuero porque nadie se la admitía. En verdad, sabía que era un terrorista y por eso iba armado, pero también estaba aterrorizado.
Por la mañana le llamaron por teléfono para anunciarle que recibiría una visita. Se trataba de un hombre de tez morena y porte elegante. “Aunque no es su nombre te dirá que es Sebas, y te va a llamar Equis”, le dijeron. “Qué Equis”, respondió. La voz le cortó: “Tal cual, para él eres Equis, olvídate de tu nombre”. Así fue el contacto, algo muy escueto porque se trataba de saber sólo si iba armado, precisamente ahora que la organización terrorista había declarado una tregua definitiva. El resto de los detalles a verificar tendrían que serlo en otras instancias. Lo cierto es que aquel hombre que paseaba con una pistola en el bolsillo siguió caminando, absorto en sus pensamientos, desmenuzando recuerdos que casi siempre desembocaban en pasadizos oscuros, representando en su imaginación las escenas de miedo vividas mientras miraba hacia atrás para ver si alguien le estaba siguiendo… Caminó durante varias horas adentrándose en aquel París en que aún no sonaban los acordeones ni habían sido montados los caballetes de los pintores. Se adentró en un jardín que había conocido pocos días después de haber recibido la bolsa de cuero. Se sentó frente al Pensador de Rodin y reverdeció los conocimientos que conservaba tras su paso por los institutos de su juventud. Aquel hombre de bronce, pensativo, representaba al poeta Dante a las Puertas del infierno, tal como le habían enseñado. Pero ante él descubre su propia soledad y, siguiendo el dictamen de su propia conciencia se siente preocupado y culpable por el devenir del ser humano.
Miró a los ojos del Pensador solitario y apretó en su mano la cartera de cuero. Sintió la contundencia brutal del hierro y abandonó el jardín. Cruzó las glorietas provocando las protestas de los conductores. Llegó a los muelles provocando una estampida de palomas blancas sobre el Sena. Tomó impulso a la vez que cogía la cartera con su mano, dentro del bolsillo, y la lanzó al centro del río, allí donde la profundidad era mayor. Para recordar aquel acontecimiento compró un cucurucho de pastas de praliné y retornó a su casa.
Otros datos para una moraleja:
Era una pistola que había recibido de manos de un enviado del que nunca supo
“Nos han asegurado [ETA] que su voluntad es franca. Les hemos recomendado no llevar armas: nos preocupa que vayan armados” (Ram Manikkalingam. Portavoz de la Comisión de Verificación)
“Aunque ETA porte armas, no las utilizará" (Rufi Etxeberría. Portavoz de IA)
Quería abandonar aquella compañía pero nadie se la admitía
Tomó impulso a la vez que cogía la cartera y la lanzó al centro del río
“¿Merece la pena seguir adelante con el Proceso de Paz a pesar de las dificultades? Ya os dije que este proceso iba a ser largo y difícil. Pero lo vamos a seguir intentando pese a las dificultades que vienen del mundo del terrorismo, y de que el PP no ayuda nada” (José Luis Rodríguez Zapatero. Expresidente del Gobierno español)
“A los vascos de determinadas ideologías les ha tocado sufrir demasiado en su vida política y resistir y hacer frente a la adversidad. Sería lamentable que quienes han sabido aguantar esto, arriesgando su vida, ahora no sean capaces de arriesgar unos titulares de prensa adversos ante el temor de equivocarse políticamente” (Jesús Eguiguren. Socialista vasco, Autor del libro ETA. Las claves de la paz).
Josu Montalbán es exdiputado del PSOE.
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