El esparadrapo
Todos hemos vivido alguna vez la irritante propensión de los trozos de esparadrapo a quedarse pegados en el dedo
Todos hemos vivido alguna vez la irritante propensión de los trozos de esparadrapo a quedarse pegados en el dedo. Confiese: Vd. también es de los que se libran del esparadrapo, cuando nadie le mira, dejándolo adherido al primer respaldo de asiento que pilla. Pues bien, algo parecido está ocurriendo con Camps en su partido. Cuentan que de repente el esparadrapo garantizado judicialmente se le quedó pegado a la alcaldesa: —Sta. Rita bendita, lo que se da no se quita: ya estoy aquí con más ánimos que nunca, dispuesto a ser de nuevo tu concejal favorito para que sigas impresionada. Ella le contestó incómoda: —Hombre, Paco, yo no dije que me tenías impresionada, sino “presionada”, que no es lo mismo. Mira, habla con el presidente, que seguro que te encuentra algún chollo en el que no haya recortes. Nuestro esparadrapo se dirigió a Fabra (D. Alberto), pero este, que lo vio venir, se apresuró a declarar que estaba avergonzado de los pocos chollos que quedaban y, encima, con un aumento sustancial del IRPF. Así que se lo pasó a Rajoy haciéndole ver, con muy buen criterio, que ya que no nos paga la deuda histórica por exceso de población, por lo menos podía hacerse cargo de los esparadrapos que nos sobran. El gallego, muy en su papel, no dijo ni que sí ni que no, pero dirigió la mirada a su ministro de Exteriores: —Anda, José Manuel, quédate el esparadrapo que para eso es de tu tierra; por ejemplo podrías dejárselo pegado a Merkel para que le cuente todo aquello de lo nuestro es muy bonito, a ver si así la Frau deja de presionarnos con el déficit. El ministro le respondió resignado: —No se preocupe, jefe, ahora mismo lo mando a Berlín; de hecho ya está en la sala de espera del aeropuerto. —¿De dónde va a salir?, preguntó Rajoy mientras desaparecía por la puerta. García Margallo contestó apagadamente con la típica circunspección del diplomático: —Del de Castellón. El presidente, afortunadamente, no llegó a oírle. Pero quien sí se enteró fue Fabra (D. Carlos), que andaba de paso por allí porque había ido a Madrid a comprar lotería en la administración de doña Manolita. —Ni hablar —cortó, tajante—, este es un aeropuerto para las personas, pero nunca se habló de los esparadrapos. A quien le vendrá bien es a Ripollés, porque, como primero hace una especie de huevo y luego le va colgando brazos, necesita pegarlos con algo. Lo que no sabía el patrono del aeropuerto es que el escultor suele hacerse el tonto, pero no tiene un pelo de ídem. Y así fue. En cuanto aquel dobló la esquina, el genio dejó pegado el esparadrapo en una farmacia de guardia: —Ahí les dejo algo de género, por si andan escasos. El farmacéutico, que llevaba un año sin cobrar, se encaró furioso con el esparadrapo, y eso que era consorte de una colega: —¡Mierda, se me ha quedado pegado! A ver cómo me libro yo ahora de este amiguito. Decididamente, no somos nada.
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