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El horno no está para bollos

No parece este el mejor título para levantar los ánimos: desconocido por el gran público, propició que el aforo registrara unos claros descorazonadores.

El Liceo completa la revisión de óperas del compositor valenciano Vicent Martín i Soler (1754-1806) que ha realizado en los últimos años estrenando ahora la coproducción de Il burbero di buon cuore que el Teatro Real llevó a escena hace cuatro años. Cuando se planteó esta colaboración entre los dos teatros, sin duda, el clima general era otro. Hoy, con el ambiente del teatro barcelonés enrarecido por los recortes y la amenaza de un ERE, no parece este el mejor título para levantar los ánimos: desconocido por el gran público, propició que el aforo registrara unos claros descorazonadores. Ni la publicidad —cierta— de que este dramma giocoso cosechó a finales del siglo XVIII un éxito superior a Las bodas mozartianas —estrenadas el mismo año en el mismo teatro vienés y que el Liceo también repone ahora—, ni rebajas más que notables en el precio de las entradas (la platea, a 25 euros con la fórmula last minute) consiguieron generar ese clima de solidaridad por parte del público que el Liceo necesita más que nunca. Probablemente, el horno no está para estos bollos.

No se merece trato tan frío este Burbero di buon cuore. Desde luego, sus melodías no alcanzan las estratosféricas cimas mozartianas, que han constituido su pesada losa durante los siglos posteriores, pero como comedia de carácter no deja de tener interés. En primer lugar, por el ambiente en que se sitúa la pieza, que no es el de la habitual gesta heroica o el de la intriga palaciega, sino el de una familia media, con las cuitas económicas y sentimentales del caso. No en balde el libretista Lorenzo da Ponte —y ya solo por él esta ópera gana— se inspiró en una obra previa de Goldoni, el gran poeta de la clase burguesa. De este modo, tiene gracia ver una partida de ajedrez convertida en aria, una discusión entre cuñadas en dúo y una discusión familiar con el paterfamilias enrabietado en un brioso finale: la cotidianidad pasada a la melodía lírica produce un interesante contraste entre la proximidad y la distancia.

La puesta en escena sintoniza bien con ese ambiente. Irina Brook, la directora, ha colocado la acción en una pensión veneciana de medio pelo, una especie de hotel Fawlty Towers donde los criados se dan sistemáticamente coscorrones con una puerta excesivamente baja y la decoración es de un gusto decisivamente discutible. No se comprende, sin embargo, la necesidad de cambiar de época, del siglo XVIII a la actualidad: que los dos amantes aparezcan al principio de la ópera después de la coyunda se compadece mal con el proyecto de enviar a la chica a un convento para ahorrase su dote matrimonial. Si tan liberales nos ponemos de entrada, esa moza debería más bien cursar un erasmus en el extranjero o participar en un programa de cooperación internacional, si de lo que se trata es de quitarla de en medio por un tiempo; de lo contrario se incurre en problemas de raccord con el libreto. Nada nuevo, por otra parte.

Musicalmente, el cojunto funciona, aunque de nuevocabría hablar de planos diversificados. Véronique Gens juega en la división de honor y el resto del reparto, en preferente, por muy noble que sea ese escalafón: especializada en este repertorio y en el barroco, compuso una Madama Lucilla dentro de la gran estirpe de las sopranos dramáticas mozartianas por más que en este caso dé vida a una frívola derrochadora. De hecho, Gens cantó Mozart, pues sus dos arias mayores fueron escritas por el salzburgués cuando se repuso la obra de Martín i Soler en la capital austriaca en 1789 y ya quedaron para siempre incorporadas a la obra.

En el papel del irascible jefe de la tribu Ferramondo se mueve como pez en el agua el zaragozano Carlos Chausson: compuso un personaje lleno de espíritu y a la vez bien equilibrado, sin excesos, que es el riesgo que siempre corren los papeles bufos de bajo. Le respondió con buen hacer teatral, aunque con voz más bien retraída, Elena de la Merced, una Angelica más tímida que pícara. Comedidos, acaso demasiado, estuvieron los tenores David Alegret (Giocondo) y Paolo Fanale (Valerio), mientras que Marco Vinco encarnó plausiblemente al veterano filósofo Dorval, Patricia Bardona sacó a una creíble sirvienta Marina y Josep Miquel Ramon cumplió correctamente como criado Castagna.

Jordi Savall, al frente de la orquesta, actuó como buen concertador, aunque sin dejar marca de su fuerte personalidad artística. Como si en esta ocasión optara por el anonimato en aras de la divulgación de una obra poco conocida, más que por imponer su propia concepción de la obra.

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