La vida y el cine
La reapertura de los cines Méliès parece un buen augurio para 2012
“Passa la vita, como una señorita…”, canta Paolo Conte en su inconfundible popurrí idiomático, y uno piensa que podría escribir la geografía de su vida siguiendo los cines de la ciudad que más ha frecuentado, dependiendo de las épocas. De crío, esa vida que pasaba muy lentamente transcurrió en la derecha del Eixample y tuvo por pantalla de cabecera al Publi, con sus pavorosos escaparates publicitarios en su pasillo de acceso —el de Cerebrino Mandri y el del antipolillas Polil daban mucho miedo— y sus extraordinarios festivales Tom y Jerry. Sobre ese epicentro pivotaban otras salas del barrio también visitadas con frecuencia: el Alcázar, donde un día proyectaron Valor de ley (la película de Hathaway protagonizada por John Wayne, no el reciente remake), el Moderno (hoy Cinemes Girona, largas sesiones dobles los fines de semana), el desaparecido Chile del paseo de Sant Joan e incluso el cine de los Maristas, algún que otro domingo por la tarde.
Aquella vida que pasaba como una señorita recalaría poco después en Sarrià, pero allí no encontraría acomodo cinematográfico, pues el Spring del paseo de la Bonanova daba por entonces reestrenos algo tronados, y no sería hasta principios de los ochenta cuando se pondría a programar arte y ensayo, poco tiempo antes de que la especulación acabara con su noble carrera de cine de barrio (uno recuerda haber visto allí Providence, de Resnais, y Relámpago sobre el agua, de Wenders). La adolescencia de esa vida de cine pasó a menudo por los cineramas de la parte baja de la ciudad, el Vistarama del Paralelo (Tora! Tora! Tora!) y el cine Urgel (entonces con una sola ele y donde pudieron admirarse las hazañas de pilotaje de Steve McQueen o las grandes epopeas a toda pantalla, como La aventura del Poseidón o El coloso en llamas), antes de recalar, ya en la primera juventud, a principios de la década de los setenta, en el Instituto Italiano de Cultura, que por la época echaba suculentos ciclos de autor.
A partir de ahí ya vendría la Filmoteca, seguida en sus distintas sedes (de la calle de Mercaders al cine Padró en la calle de la Cera y de allí a Travessera de Gràcia y a la carretera de Sarrià, en el Aquitània, a la espera de su próxima apertura en la calle de Sant Pau), los Renoir (tanto los de Les Corts como, más recientemente, los de Floridablanca) y naturalmente los Verdi, convertidos desde hace un par de años en cines de cabecera por proximidad.
Por alguna incomprensible razón, esa vida de aficionado al cine nunca había pasado por los Méliès de la calle de Villarroel. Hasta el jueves pasado. La noticia de su reapertura, tras el incendio que sufrieron esas salas en junio del año pasado, me pareció un buen augurio para 2012. Además, ponían Melancolía, un buen título para estas fechas, tan melancólicas como la obertura de Tristán e Isolda que Trier utiliza como leitmotiv de su película.
Las salas dan carácter a una ciudad Carles Balagué
En la puerta de los Méliès daba la bienvenida su infatigable impulsor, el cineasta y cinéfilo Carles Balagué. “Ha sido una travesía del desierto, pero al fin hemos conseguido volver a abrir”. Balagué mostraba con orgullo la niña de sus ojos, la nueva cabina, armada con dos proyectores digitales NC 1200 C y un Galaxy 95 para los 35 milímetros. “Vamos a probar cómo nos va con el digital, mucho más ágil que el celuloide, pero que a la vez plantea una complejidad absurda. Ahora las películas te llegan en un dedo informático cargado con una jungla de señales: primero tienes que descargarte la película y luego, a través de un proceso complicadísimo, desencriptarla. A cambio te ahorras los 25 o 30 kilos de peso de las latas de antes. Pese a que los americanos advierten de que dentro de dos años ya no harán copias en 35 milímetros, hemos mantenido un proyector en este formato para cuando queramos pasar algún clásico aún no digitalizado”.
Se le veía contento a Balagué con la reapertura de los Méliès. “Les tengo a estas salas un cariño especial. Además, contrariamente a las negras previsiones de hace unos años, resulta que las salas están teniendo una nueva vida, mientras que la mayoría de los videoclubes han cerrado. Las salas dan carácter a una ciudad. Barcelona no sería la misma sin los Verdi, los Renoir o los Méliès. Yo soy de Gràcia y recuerdo la calle Gran con seis o siete salas desde los Jardinets hasta Lesseps”.
Ya lo dijo Conte: “Passa la vita, como una señorita”. Una señorita sentada en un cine de barrio, soñando.
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