Relevo
De los 47 diputados por Cataluña, Rajoy sólo cuenta con el apoyo de 11, pues los 36 restantes dijeron ‘no’ a su investidura
Unos se van y otros llegan. Los que se marchan lo hacen brindándonos —a Cataluña como sujeto político, quiero decir— la peor de las despedidas, como si hubieran querido resumir en sus últimos días de gobierno todas las decepciones que han suscitado entre la opinión catalana desde 2004. No hace falta insistir en el impago de los 759 millones de euros, esa argucia de tahúr para centrifugar déficit y embellecer así las cuentas del Estado a expensas de la Generalitat. Pero si a este incumplimiento puede buscársele todavía el atenuante de la penuria económica general, sólo la falta de vergüenza y de lealtad política explica la última maniobra a propósito de los papeles de Salamanca: cuando, después de 35 años de brega democrática, creíamos ese pleito definitivamente resuelto, la inefable ministra González-Sinde quiso poner digno broche a su glorioso mandato bloqueando la devolución de las últimas 300 cajas de documentación catalana retenidas en la ciudad del Tormes. Con lo cual —y ojalá me equivoque— el litigio tiene cuerda para otros 5 o 10 años.
El mismo José Luis Rodríguez Zapatero ha querido mostrar qué lejos se encuentra, en el momento de abandonar La Moncloa, de aquel “espíritu de Santillana del Mar”, de aquellos arrumacos hacia las tesis territoriales de Pasqual Maragall (“apoyaré el Estatuto que salga del Parlamento catalán…”), de aquel relativismo identitario que exhibía poco antes de alcanzar el poder, o inmediatamente después. En una de sus últimas entrevistas presidenciales, y hábilmente interrogado por un periodista de Abc Punto Radio, el todavía secretario general del PSOE confesó haberse equivocado al decir en sede parlamentaria que “el concepto de nación es discutido y discutible”, porque ello dio pie a elucubrar sobre si él “dudaba de que España era una nación”, cosa de la que no duda, “sólo faltaría”. En fin, “que si hoy tuviera que repetirlo, pues no lo repetiría”.
Si Rodríguez Zapatero ha dejado la presidencia envuelto en la bandera rojigualda, no hace falta decir cómo ha tomado posesión del cargo Mariano Rajoy. Sin incurrir en las estridencias patrioteras de Aznar, pero amparado en la coartada de la crisis, el líder del PP esbozó en su investidura un programa de españolismo administrativo, de recentralización en nombre no del legado de los Reyes Católicos, sino del ahorro y la racionalidad competencial. En todo caso, los resultados pueden ser parejos, y la ausencia de cualquier gesto de comprensión hacia las preocupaciones de la Generalitat —como si el candidato quisiera provocar el no de CiU para mostrarse libre de hipotecas— dibuja un horizonte más bien sombrío.
No ha contribuido especialmente a iluminarlo la composición del nuevo Gobierno. El nombramiento de Jorge Fernández Díaz —catalán de Valladolid— como ministro del Interior hace justicia a tres lustros de acrisolada lealtad a la persona de Mariano Rajoy; y, antes de eso, premia también un currículo de casi 30 años a lo largo de los cuales el mayor de los Fernández Díaz ha desempeñado, en el convulso libreto de Alianza Popular-Partido Popular de Cataluña, todos los papeles del reparto, sin flaquear ni dejar caer nunca el palo de la bandera. Pero la importante cartera que acaba de otorgársele no aparece como una cuota territorial, no constituye un guiño político ni social hacia el catalanismo; nada que ver —verbigracia— con la designación de Josep Piqué como titular de Industria en 1996, cuando el PP de Aznar estaba lejos de la mayoría absoluta… Es cierto, por otra parte, que la trayectoria de Jorge Fernández en el seno de AP-PP acredita su antigua apuesta por la adaptación del partido al biotopo político catalán y su talante conciliador hacia Convergència i Unió. Son actitudes, sin embargo, difíciles de cultivar desde la cartera de Interior.
En definitiva, de los 47 diputados por Cataluña al Congreso, el Gobierno de Rajoy sólo cuenta con el apoyo de 11, pues los 36 restantes (o sea, el 79% de los votantes) dijeron no a su investidura. En La Moncloa, alguien debería reflexionar sobre ello.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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