El fantasma más glamuroso del mundo
Anagrama publica 'El gran Gatsby', una de las mejores novelas del siglo XX
Editorial Anagrama acaba de editar El gran Gatsby, una de las mejores novelas norteamericanas del XX, en una nueva traducción, hermosísima, debida a Justo Navarro. Su autor, Francis Scott Fitzgeral, nacido en 1896, en St. Paul, Minnesota, murió el 21 de diciembre de 1940, en Beverly Hills, donde malvivía trabajando como guionista cinematográfico, unido sentimentalmente a la periodista Sheilla Graham, autora de un libro magnífico que valdría la pena editar, La amada infiel, del que se rodó un filme dirigido por Henry King y protagonizado por Deborah Kerr y Gregory Peck. En él Graham, oficialmente la cronista más chismosa de Hollywood, se descubrió como una narradora de primera línea. Llegó a Hollywood con un pasado falso, inventado, haciéndose pasar por millonaria descendiente de la más alta aristocracia británica (tenía en su despampanante casa fotos de familia, trucadas, con abuelos elegantemente vestidos junto al fuego de chimeneas ricamente ornamentadas y perrazos de raza a sus pies), y tras engañar a todo el mundo y enamorarse de Fitzgerald, contó la verdad en este libro ejemplar. Dividido en dos partes, narra, en la primera, sus auténticos orígenes, humildes y míseros a más no poder, logrando tejer una crónica de una infancia, adolescencia y primera juventud dignas del puro y duro realismo dickensiano, y dedicada la segunda al relato de su relación con el ya entonces oficial y literariamente acabado Fitzgerald, maltratado guionista en los estudios cinematográficos hollywoodienses, donde recaló para ganarse la vida, la propia, la de su esposa, Zelda, recluida en un psiquiátrico, y la de sus dos hijos, al tiempo que intentaba volver a hacer algo de lo que ya nadie le creía capaz: volver a escribir. Y, de hecho, pese al descrédito generalizado, lo consiguió, pues aún escribiría una novela, quizá uno de sus mejores logros, El último magnate. Novela inacabada, pero una de las novelas mejor inacabadas del mundo. En sus páginas pone en pie el fulgor y miseria de Hollywood de modo estremecedor. Lo escrito no necesitaba final. Habría sido un acabamiento mórbido. Quién sabe si el 21 de diciembre de 1940, Fitzgerald no decidió morir para dejar inconclusa la novela. Al fin y al cabo, aunque decía haber ido a Hollywood a triunfar como guionista y a ganar dinero, en realidad acudió a el dorado del cine para morir. O lo que era lo mismo: a dejar de beber. Y Fitzgerald no podía seguir bebiendo, enfermo ya del corazón, ni vivir sin beber.
Anita Loos, famosa guionista de Hollywood y autora de la deliciosa novela Los caballeros las prefieren rubias, escribe en Adiós a Hollywood con un beso: “Scott tenía la insana humildad del alcohólico regenerado. Era una humildad embarazosa. Viéndolo, me convenció de que jamás se debe desintoxicar a un borracho crónico”. Sin embargo, antes de poseer como nadie en Hollywood esta aureola del fracaso, antes de ser este Fitzgerald que, según Anita loos, “andaba siempre incómodo entre sus antiguos compañeros e incomodándoles a todos pidiendo perdón por nada, titubeante y embarazoso, como si en realidad deseara disculparse por su pasado”, antes, 11 años antes, Fitzgerald llegó al cielo de Hollywood, por vez primera, precedido por el eco de la fama, la leyenda y la fortuna que proporcionan el triunfo. Era entonces (1927) el escritor de su generación más mimado por Fortuna. “Los Fitzgerald” era una invocación mágica, nombre de un mito que pronunciado en las noches de Beverly Hills dejaba tras de sí una estela de hechizo, admiración y dorados acentos de la Riviera francesa. Hacía un par de años que se anunciaba la llegada del escritor, pero ni siquiera Hollywood podía creerse objeto de semejante honor. La primera fiesta a la que Scott y Zelda acudieran la organizó Carmen Myers, actriz a quien el legendario matrimonio había conocido en Roma, durante el rodaje de Ben-Hur, y nunca, en su carrera de anfitriona, había logrado reunir a tan prestigiosos nombres. Se dijo que “los Fitzgerald” llegaron más bien tímidos a la fiesta, pero despidiendo, desde su retraimiento, profundas corrientes de encanto y seducción. Y desaparecieron en seguida. “Encontraron el vestuario, se llenaron los brazos de bolsos de señora y se dirigieron a la cocina. Miss Myers fue la primera en percatarse de que algo se estaba quemando. Rápidamente, fue a la cocina. Allí, la anfitriona y sus invitados descubrieron a Scott y a Zelda muertos de risa. En el fogón había una olla gigante y, dentro, estaban los bolsos, hirviendo jubilosamente en salsa de tomate”. Eran los juegos de Zelda. Y a Scott le encantaba participar en ellos.
Y 13 años después, Zelda ya no “jugaba” en las fiestas de Beverly Hills ni de ningún otro lugar del mundo. El “regenerado” Scott la visitaba, de vez en cuando, en su retiro psiquiátrico. Él había perdido la aureola de autor de moda, su nombre de escritor había caído en el olvido y se le había apagado aquel brillo, para él imprescindible, de la juventud. Se había convertido en un hombre tímido, silencioso, que se retiraba siempre dando la impresión de que le quedaba algo por decir, algo que había optado por callar maniáticamente ocupado como estaba en mantener un orden en sus gestos, palabras y presencia toda. Había perdido algo más que la adicción (pérdida solo transitoriamente) al alcohol. Pertenecía a esa clase de escritores que en épocas de esterilidad creadora se convierten en seres extraños, como “de paso”, obsesionados por recobrar la escritura, por el cumplimiento maniático de una serie de normas y ritos cotidianos, nunca antes observados, pero a los que ahora suponen motor de la fecundidad perdida y de la abstinencia por alcanzar. La vida se convierte en una sucesión de “ejercicios prácticos”, pero son ejercicios para nada. El “regenerado” Fitzgerald paseaba inquieto por los estudios cinematográficos, obsesionado por el tipo de lápices que usar y por el tamaño de los cuadernos donde escribir. Alineaba, una y otra vez, junto a la máquina de escribir, las carpetas de guiones que permanecían vacías día tras día. En el suelo alineaba botellas de coca-cola que eran la muestra de su verdadero trabajo: no beber alcohol. Era ese su auténtico trabajo: no beber. Vivía inmerso en la perplejidad. Era una perplejidad que se traducía en su mirada y que Mrs. Hacket, guionista junto con su marido de películas de éxito (Hoy como ayer, entre otros) describió así: “La primera vez que vi a Scott estaba sentado en la cantina. Lo que me llamó la atención fueron sus ojos. Parecía como si estuviera viendo el infierno abriéndose delante de él. Abrazaba el portafolios y pidió una coca-cola. De repente, se levantó para irse. Dije a Albert: ‘Acabo de ver a un fantasma’. ‘Es Scott Fitzgerald’, me contestó”.
A veces tomaba su coca-cola en la llamada “mesa de los escritores” junto a nuevos y viejos compañeros. Y, aunque se esforzaba —y se esforzaban los demás— por que “nada se notara”, su aspecto seguía siendo el que tanto sorprendiera a Mrs. Hacket. El mismo Fitzgerald lo describiría más tarde, cuando sustituido de nuevo el ritual de la coca-cola por el del alcohol, recobró el discurso que siempre lo había unido al mundo y a sí mismo, y que, esta vez, esta última vez, lo uniría también a la muerte. “Era, evidentemente, un hombre al que le había pasado algo. Conocerle era como encontrarse con un amigo aturdido por causa de una pelea o una colisión. Se queda uno con la vista fija en el amigo y pregunta: ‘¿Qué te ha pasado?’ y él responde algo ininteligible entre los dientes rotos y los labios hinchados. Ni siquiera tiene fuerzas para explicarse”.
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