La pintura de Eduardo Martín del Pozo toma el testigo
Una muestra en Granada reivindica las obras del pintor y su conexión con dos referentes que abrieron paso a su peculiar lenguaje, Miguel Ángel Campano y José Guerrero
Pintar, pintar… Igual que Emmanuel Levinas consideró la prioridad del decir sobre lo dicho, se podría concluir que importa mucho más pintar que lo pintado, que escribir importa más que lo escrito. N’importe quoi, como dicen los franceses. Es decir, un disparate. En 2005, el pintor Eduardo Martín del Pozo disfrutaba de una beca en el Colegio de España, en París. Trabajaba en unas pinturas de simetría casi pompeyana, que evocaban escenografías, tramoyas teatrales. Pero, además, en un tono menor que acabaría desencadenando una estupenda serie de pinturas florales, reunía dibujos que consideraba garabatos y que, en conjunto, decidió titular así, N’importe quoi, esa frase tan frecuente en la ciudad en que acabaría residiendo y pintando durante cinco años.
En París vivía y pintaba desde tiempo atrás Miguel Ángel Campano, quizá el pintor más pintor, el más apasionada y “físicamente” pintor de los que protagonizaron el fervoroso resurgimiento de la pintura en la España de los ochenta. Aquellos garabatos de Eduardo le entusiasmaron. En la frase francesa hay todo un lema para la actitud de Campano ante el arte y para la de quien desde entonces se convirtió en su amigo y su mejor legatario. Ambos decidieron encarar su oficio desde una convicción: la continuidad de su arte se encuentra determinada por una energía íntima que apela a la pintura para ser liberada. Los significados, y desde luego las ideas, quedan a un lado. “Las ideas estropean la pintura”, decía Ángel González García, a pesar de que no llegó a conocer la actual inflación de contenidos, eslóganes y enunciados programáticos que el panorama institucional del arte ha terminado por naturalizar como propios. Las bibliotecas están llenas de ideas, pero la literatura es otra cosa, venía a decir Céline.
La estancia francesa de Campano fue decisiva. Recuerdo la asombrada primera visión, en la antigua sala de La Caixa, en Madrid, de Le déluge, el enorme lienzo que conserva el Centro Pompidou y que fue una de sus más celebradas obras d’après Poussin. En un momento u otro de su trayectoria, Campano se apoyó en muchos maestros del pasado, Poussin, Delacroix, Juan Gris, Cézanne, Malévich… Y también del presente, como Diebenkorn, Motherwell, Jonathan Lasker… Y naturalmente José Guerrero, a quien profesó una gran admiración y por quien se dejó influir sin ningún complejo.
Aquella energía que invoca a la pintura para ser liberada sin atención a los contenidos se corresponde directamente con la disposición de quien sin cesar roba, tergiversa y renueva otras pinturas de cualquier artista y cualquier época que le hayan hecho vibrar. De Campano se podría decir lo que Stephen Foster dijo de Franz Kline: “Lo que enseñó a sus contemporáneos fue la posibilidad de seguir pintando”. Hay un fundamental y medular d’après —como de hecho se tituló su exposición del Museo Reina Sofía de 2019— en el punto de partida de grandes pintores que despuntaron durante las últimas décadas del siglo XX, es decir, cuando ya todo —el arte, la pintura, sus respectivas historias escritas hasta entonces— parecía haber sido clausurado. Todos supieron que el arte de los tiempos poshistóricos no se encuentra determinado (como Arthur Danto ha terminado por hacer creer en las universidades) por el programa warholiano-duchampiano descubierto en las Brillo Boxes, sino únicamente habilitado por la libertad. Nada cuenta sino pintar, seguir. Y, para eso, en gran medida se trata de pintar la propia pintura, ya que sus contenidos —esos sí— son cosa del pasado.
La exposición —una fiesta— inaugurada en el Centro José Guerrero, de Granada, se titula Pintar peor (d’après Eduardo). Guerrero, Campano y Martín del Pozo. Este último toma de Campano (y de otros) lo que puede alimentar su pintura, del mismo modo que Campano lo tomó de Guerrero y este de su amigo Franz Kline, de Matisse o de Miró, junto a quien celebró su primera exposición tras instalarse en Estados Unidos. También Guerrero había pasado por París, pero un tanto embotado por el encuentro directo con las vanguardias europeas, su pasión pictórica sólo encontró vía libre al descubrir in situ las anchas y violentas pinturas abstractas de Nueva York. En una foto de las muchas que le hizo Luis Pérez Mínguez, posa junto a su galerista Betty Parsons, ambos delante de una de las versiones de La brecha de Víznar, la concisa y dramática pintura con la que recordó el asesinato de Lorca. También Campano, vemos en Granada, pintó su “brecha de Víznar” (Camino II), y Martín del Pozo ha sido capaz de dar continuidad a esas pinturas con otra “brecha” suya. En la muestra, las tres parecen murmurar y callar cuando alguien pasa, como antiguas mujeres envueltas en sus sayas negras.
Ya regresado definitivamente a España, Guerrero se convirtió en una de las referencias más fértiles para los nuevos pintores. También se puede decir que, en conversación con ellos, pintó lo mejor, lo más propio y firme de su obra, sin pintura arrastrada, sin zonas foscas, ni gesto casi. Para Campano, quien también evolucionó hacia la síntesis (escuetas estructuras constructivas, tan elocuentes como los carteles de Saul Bass), su compañía resultó crucial, aunque Campano, a diferencia del propio Guerrero y de Martín del Pozo, fue un pintor antiestilo, lo suyo fue la abrupta sorpresa —un poco a lo Motherwell— de las rupturas consigo mismo. En 2006 Martín del Pozo se convirtió en su asistente, preparaba los lienzos, ordenaba el estudio, lo que aprendía lo llevaba a su propia obra. Luego, la situación de Campano empeoró, había sufrido años atrás un derrame cerebral, después unas caídas fatídicas, la silla de ruedas. Volvió a España, le cedió a Eduardo su estudio en el suburbio parisiense de Aubervilliers. Eduardo paseaba de noche por la casa con un cuchillo en la mano para ahuyentar compañías. Martín del Pozo —sus rombos, sus estrellas, sus gozosos teatros— es el pintor que desde entonces ha dado continuidad a una genealogía gloriosa de nuestro arte, esa en la que figuran quienes logran emocionar por su propia emoción ante la pintura.
‘Pintar peor (d’après Eduardo)’. Centro José Guerrero. Granada. Hasta el 19 de abril.
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